Los treinta y la relación con los amigos
Tengo esos poquitos amigos cuyo nexo de unión con un servidor trasciende el tiempo, las épocas de silencio y las distancias. Esto va por ellos.
Me gusta este post por dos motivos. Primero, porque habla de mis amigos, y segundo, porque he conseguido escribirlo sin tener ganas de ponerme frente al teclado. Sapientia se actualiza cada miércoles a las 8 de la mañana. Llevo 18 semanas sin fallar, y esta vez por poco caigo. Ignoren por favor que se ha publicado a las 9:30.
Para evitar sucumbir a mi síndrome de dejar las cosas a medias, el propio miércoles me he levantado a las siete de la mañana y he conseguido plasmar aquí abajo lo que tenía que decir. Y estoy orgulloso, porque las horas matutinas hacen que mis musas entren en mi casa con más facilidad de lo normal. Quizás esté descubriendo una nueva forma de escribir.
Espero disfruten de este artículo. Y espero que lo compartan con sus amigos, porque está dedicados a los míos pero pueden sentirse libres de dedicarlo también a los suyos. Va por los amigos.
Cómo un fin de semana con amigos me ha hecho pensar
Para poner la guinda a un verano lleno de planes, viajes y descanso, he tenido el gusto de pasar con casi veinte de mis amigos un fin de semana en un caserón rural rodeado de montañas y bosque (me recuerda esta frase a este post, del que guardo un bonito recuerdo). Muchas vacas, una infinity pool con vistas a un precioso lago y un montón de provisiones compradas antes de subir por el escarpado camino de más de quince minutos en coche que nos separaba de la civilización.
Esta experiencia de convivencia con mis amigos de siempre, alejados del mundo y con los móviles descansando en las respectivas mesitas de noche, me ha retrotraído a épocas de campamentos de verano (con algunos de estos amigos he ido a muchos campamentos, cosa que ha aumentado esa sensación) y a épocas analógicas en las que los problemas que hoy nos asolan no se habían siquiera empezado a formar.
Puede parecer una tontería escribir sobre un fin de semana con amigos, pero a los treinta años, el nutrido grupo que creías indivisible comienza a recibir los azotes del día a día, y conseguir una reunión como las de antes se torna misión imposible. Así, en este coletazo final del verano, en un alarde de esfuerzo y ganas hemos conseguido organizar nuestras agendas y robarles un par de días. Par de días que ha dado para mucho. Me he dado cuenta de que somos los mismos, pero que ese día a día del que hablo nos ha ido envolviendo en diversas capas de responsabilidades y problemas. Que los temas de conversación mutan (aunque seguimos teniendo intactos nuestros niños interiores) y que las preocupaciones son otras, pero que la amistad, y más la que está bien arraigada, sigue latente en el fondo.
Y un finde de naturaleza y con problemas de conexión a internet la hace aflorar con preciosas consecuencias.
La evolución de la amistad en mi vida
Lo que hoy me ha impulsado a escribir es cómo con la edad va cambiando el concepto de amistad dentro de uno mismo. Ya en los treinta, miro atrás y observo los vaivenes que ha tenido mi vida en lo relativo a los amigos, y creo que me quedo con esta época.
Al principio de todo, estaba la camaradería de los recreos. Un germen genuino que confundíamos con la amistad más pura porque no conocíamos otra cosa, y era perfecta. Cuando creces, esa amistad sin filtros comienza a hacerse más selectiva, y casi sin darte cuenta, eliges a tus amigos y ellos te eligen a ti. Las amistades del colegio, ya con una edad cuasi adolescente, empiezan a parecerse a la realidad. Pero siguen existiendo por entonces esa pátina de infinitud y esa falta de libertad que recubre a la infancia. La amistad en aquella época de mi vida rara vez salía del colegio, o mejor dicho, siempre estaba relacionada con el mismo.
Pero llega la adolescencia. Ay, la adolescencia. Las mini pandillas de niños (hombres, todos ellos), comienzan a adivinar que más allá de los balones y las consolas hay otro mundo más interesante. Que la calle es divertidísima y que esos seres raros, inaccesibles y aburridos (las niñas) no lo son tanto. Por entonces llega lo mixto, y te das cuenta de que el otro sexo también puede ser amigo tuyo. Qué descubrimiento y qué montón de nuevas perspectivas.
Qué decir de la posterior juventud, o adolescencia tardía. En la que conoces, al menos en mi caso (Universidad mediante), a montones de nuevos amigos con los que compartes inquietudes, intereses y metas. Creo que esta época ha sido la última en la que he hecho nuevos amigos de verdad. Siempre fui de los que creía que a la Universidad se iba con los amigos hechos de casa. Craso error. De esa última época de estudios, previa al salto al mundo adulto, me llevo varios buenos amigos, y alguno de esos que entran en los dedos de una mano cuando nos referimos a los top five.
En la edad adulta, que llevo disfrutando ya un tiempecito (y me refiero a la adulta de verdad, no me vengan con que uno es adulto con dieciocho, porque a esa edad yo era más niño que hombre), la amistad se disfruta de otro modo. Más lento, como me gusta abogar por aquí. Ahora, un café, un paseo o una videollamada saben a gloria. Algo que antaño percibíamos como nimio, hoy es un soplo que puede alegrarte el día. El amigo de treinta años ya no espera nada nuevo de ti, tan solo que sigas ahí cuando la vida te permita el rato para decirle qué tal. Y que correspondas con la misma tranquilidad del que sabe que su amigo es inmutable. La amistad en esta nueva época es más pura, más falta de aderezos. Es una amistad adulta. Algo así como el amor que se profesa un matrimonio de toda la vida; férreo.
Saber seguir siendo un niño
No hay nada más aburrido que un adulto convencido de que la infancia murió cuando cumplió determinada edad. Así, el hecho de que la amistad ahora sea adulta no significa que nos reunamos en una mesa redonda a fumar puros y hablar de economía. Tampoco implica que ya no existan las risas porque estas queden eclipsadas por las preocupaciones y las facturas. Qué va. Le pongo la coletilla adulta como sinónimo de madura, ausente de absurdeces. Ya no existen, al menos en mi caso, las preocupaciones porque Fulanito no me ha llamado o Menganito me ha dejado en visto. En este estadio de la amistad, los mensajes no leídos se perciben como que la otra persona no puede responder, y las ausencias como tiempos en los que es imposible demandar nada al otro. Y todo está bien.
Percibo ahora la amistad como un oasis dentro de la tempestad de la adultez. Entre fechas, plazos, problemas y compromisos, de repente recibes un ¿Qué tal, tío? en el teléfono o un ¿Quedamos para desayunar mañana? Y se te alegra el corazón.
Y, además, dentro de esta amistad madura caben las tonterías. Las imbecilidades y homenajes a los niños que fuimos. Este finde rural con mi veintena de amigos hemos sido más niños que en todo el año. Quizás haya sido la falta de ojos ajenos, la total libertad que da la naturaleza o los aires del verano, pero me he visto a las dos de la mañana caminando por un bosque con una linterna sin pilas y cinco amigos asustados contando historias de miedo, observando cómo lanzaban al agua a mi compañero de cuarto y mejor amigo, dándole de comer a las vacas con el brillo de los recreos en la mirada o departiendo durante una hora sobre qué cómo nos organizaríamos en caso de que una pandemia zombie nos pillara en aquella casa dejada de la mano de Dios.
Hacer el tonto con treinta años no es ser infantil. O quizás sí, pero ser infantil no implicar dejar de ser un adulto responsable. Desde mi punto de vista, es importante tener momentos para las niñerías. Obviamente, con gente de confianza y en sitios concretos, como el ejemplo de mi finde. Todo lo que nos aleje de ser aburridos adultos que pululan por un mundo gris, bienvenido sea.
Personalmente, tengo mucha suerte
Como colofón final, he de admitir que tengo suerte con mis amigos. En el viaje de cambios que ha sufrido mi relación con la amistad en mi vida, desde los ingenuos recreos a los cafés inesperados actuales, puedo afirmar que tengo amigos que han seguido vidas paralelas a la mía. No me refiero a que tengamos vidas similares (de hecho, pocos tienen mi profesión o mi estilo de vida), sino a que hemos transitado la amistad de formas tan parecidas, que podemos decir que llevamos siendo amigos toda la vida.
Este fin de semana he compartido cuarto con la primera persona a la que consideré amigo, que conocí antes incluso del colegio. También con uno de esos amigos de colegio que pronto se convirtieron en top five (o top two, todo sea dicho). He echado horas de conversación con gente a la que miro a la cara y siento que no sería el mismo si no los conociera. Tengo amigos de toda la vida que siguen siéndolo, y no tiene pinta de que eso cambie.
Todos ellos conforman el núcleo duro de mi zona de confort social. Mi familia que no comparte apellidos conmigo. Son hombres (aunque yo nos sigo viendo como críos) con responsabilidades capaces de llenar mi cupo social para una temporada sin esfuerzo.
Y he de dedicarles este post a esos poquitos que, dentro de un grupo mucho mayor, su nexo de unión con un servidor trasciende el tiempo, las épocas de silencio y las distancias. Esto va por ellos, por vosotros. Por mis muy mejores amigos, que sabéis quiénes sois.
Me gusta un detalle que mencionas: "los temas de conversación mutan (aunque seguimos teniendo intactos nuestros niños interiores) y que las preocupaciones son otras, pero que la amistad, y más la que está bien arraigada, sigue latente en el fondo."
Eso es la verdadera amistad, la que persiste independientemente del tiempo, lugar y circunstancias. Todos tenemos una vida, pero es más bonita cuando la compartes y vives con aquellos que escoges y llamas amigos.
Felicidades por tener ese grupo de amigos ;)
¡Qué bonita es la amistad! 😍 Sobre todo la de amigos de la infancia. Aprovecha ese tesoro que tienes, porque es impagable.
Yo me quedé sin amigos de la infancia, ya que mi familia se mudó 3 veces de lugar (Ibiza, Madrid, Santiago, Canarias...) y en el trasiego fui perdiendo a esos amigos de la infancia que tanto bien hacen a veces.
Cuídalos, mímalos, y que te duren por siempre. ❤️