En los recreos éramos felices y no lo sabíamos
Recuerdo, ahora que ya paseo atareado con una chaqueta y una corbata apretada, el concepto que yo tenía de los mayores cuando disfrutaba de mis recreos sagrados.
Escribo esta carta mientras escucho los gritos desordenados de un montón de niños en el recreo de un colegio cercano. Tengo la ventana abierta y un rato libre, y oír esa banda sonora de jolgorio generalizado me ha hecho volar sobre ciertos recuerdos que desempolvo en estas líneas. Pienso en las infinitas naderías que caben en un recreo, en esa media hora de alborotada felicidad pueril que se tornaba un respiro necesario, en el que se aprendía tanto o más que en la clase. A veces, si paso por delante de un colegio a esa hora de descanso que marca la mitad de la jornada de los niños, el sonido desordenado que emana de ellos me hace sonreír y rememorar.
Recuerdo, ahora que ya paseo atareado con una chaqueta y una corbata apretada, el concepto que yo tenía de los mayores cuando disfrutaba de mis recreos sagrados. Eran seres lejanos, aunque físicamente estuvieran cerca. Todos aparentaban tener tareas poco comprensibles para mí, solían tener prisa y no se reían siempre, como hacíamos nosotros en nuestro jardín de infancia. Mientras mi diminuta pandilla hacía carreras para decidir quién era el jefe esa mañana – al cual había que hacer caso durante la eterna media hora si perdías, aunque efímero mandato si resultabas vencedor -, los adultos que observábamos por ahí parecían no ser felices, estar preocupados o nerviosos.
¿Acaso hay algo más importante que determinar quién manda hoy?, pensarían nuestras mentes a medio hacer. ¿Hay mayor felicidad que ser el rey durante treinta minutos?
Y es que la felicidad de un niño es platónica, genuina. Es pura. Más que una emoción a la que aspirar y que en ocasiones se hace de rogar, que es como la percibimos los adultos, los niños – al menos el niño medio, con una vida ordenada y con suficiente amor en la misma que le permita ser feliz -, tiene impregnada en su código genético la felicidad. Algo así como un archivo ejecutable que, con la campana del recreo, se abre y despliega todos sus efectos, tanto creativos como ruidosos. Un recreo, con sus sonidos, sus olores a zumo y sus llantos porque Pepito no me deja jugar con él, es el primer locus amoenus que tenemos cuando la vida ya nos otorga conciencia. Y pasamos por ellos sin ser conscientes - valga la redundancia - de que, en ese espacio controlado por adultos, estamos creando a pico y pala nuestra identidad. Un recreo es la Caja de Pandora que se abre cada día para ser feliz sin control.
Es muy curioso revisitar lugares, acontecimientos o detalles cotidianos del pasado. Verlos con los ojos de la experiencia y observar, con más o menos acierto, el camino que tienen por delante los que son más jóvenes que tú. Ya con treinta y pico, el grueso de población con el que puedo ejercer este curioso juego no es desdeñable, si bien la gente que puede ejercerlo conmigo – elucubrar sobre lo que me queda por delante – es aún más numerosa. Así, cuando oigo un recreo como ahora, no puedo evitar pensar que los chiquillos que hoy gritan no son conscientes de que un gran porcentaje de los que hoy son sus amigos, quizá en el futuro pasen a ser desconocidos con los que únicamente comparten las efímeras historias que hoy construyen. Sus cabezas no se plantean ni por asomo que los veranos, esas maravillas de tres meses en los que no hay obligaciones, agobios ni deberes, van diluyéndose conforme cumples años, aunque cada vez se echan más de menos. Estoy seguro, sobre todo si no tienen hermanos mayores, de que no son conscientes de que los próximos cursos del colegio se van tornando más duros. Y puede que algún buen amigo, o incluso ellos mismos, caigan por el camino, quedándose en una clase inferior y viéndose obligados a cambiar de grupito de amigos – tremenda catástrofe, si se me permite la objeción, máxime porque se castiga con el sambenito de repetidor -.
Los niños que ahora mismo estoy oyendo tienen como máxima preocupación no perder ese diente de leche a punto de caerse, portarse bien porque los Reyes Magos siempre observan o terminar rápido en clase los deberes para tener la tarde libre. Y no seré yo quien les chafe tremendas misiones, porque el dinero derivado de la debacle de una mella inesperada, el gusto de saberse bueno al recibir los regalos de Sus Majestades o poder dedicarte a la nada más absoluta un martes cualquiera son empresas de importantísimo calado, pero dichas preocupaciones se circunscriben a cosas que hoy – voy a dar por hecho que tú, lector, eres adulto – nosotros añoramos con una nostalgia que a veces se agarra a la garganta con fuerza.
Ese éramos felices y no lo sabíamos, que siempre llega tarde.
Recuerdo los juegos de mis recreos, mis pactos, mis ideas, alguna lágrima, goles, insultos, amoríos y gritos. Recuerdo darle medio bocadillo a mi mejor amigo porque un niño malo le había caído el suyo al suelo, y lo recuerdo a él, que sigue siendo mi gran amigo, enfrentándose a un mayor porque me había empujado. Recuerdo la campana que avisaba del final del recreo, ese sonido que nos indicaba con analógica reiteración que debíamos formar en fila para dirigirnos ordenadamente a las clases de nuevo, donde nos esperaban dos o tres horas de lecciones aburridas con olor a sudor infantil y desayunos a medio terminar. Ahora, esa campana suena como alarma, o al menos en el colegio que tengo cerca, pero tiene la misma función. Interrumpe ese jaleo, esos vítores sin motivo de los que aún no son conscientes de que están empezando a ser. Los calma y les recuerda que han de volver al orden. Que ya acabó el desfogue por hoy. Que dejen de ser tan felices.
Dicen que el cuerpo tiene memoria, y ese sonido, que ahora mismo estoy oyendo, también pone el punto y final a esta carta. Siento, escuchando esa alarma – la evolución de mi antigua campana – que debo terminar la diversión y volver al trabajo. No sé si publicaré esto nunca, pero sirva de algún modo como oda a mis recreos. Aunque la firme veinte años tarde aquel niño que a veces ganaba y a veces perdía las carreras para designar al líder de la pandilla. Aunque la firme con chaqueta, desde un despacho con un ordenador delante y muchas preocupaciones de persona mayor.
Aunque la firme un adulto.
Me pregunto, Edu, qué pensarán aquellos adultos que en el recreo sufrían bullying... Solemos tender a contar las cosas, o recordarlas desde nuestra propia experiencia, pero no todas son así. Creo que los recreos eran los espacios de tiempo más duro para quienes sufrían bullying, seguramente lo recuerdo ahora, mirándolo desde mi yo adulta, y ver que mi yo niña tb buleaba para no ser buleada. Pero sí, creo que los recreos no siempre fueron tiempos felices para todos, seguramente hoy en día pase lo mismo... ¿no crees?
Eran 30 minutos que duraban una eternidad.
Jugaba futbol bajo el sol ardiente a 38 grados. En aquel entonces no existía el aire acondicionado, al menos no en mi colegio. Pero eso no importaba.
La felicidad del niño está en el disfrute mismo de las actividades.
De adulto nos enfocamos en resultados, números y olvidamos disfrutar el proceso de hacer.