¿Recuerdas cómo el Mundo Analógico fue vencido por el Mundo Digital?
El último día que entramos en un videoclub o en un cibercafé, sin darnos cuenta, contribuimos a la muerte de la Era Analógica.
Si este es el primer artículo que lees de Sapientia, vaya por delante que el que escribe estas líneas nació y se crio en los noventa, aclaración con la que inicio este post porque así se entiende mucho mejor en su conjunto. Tuve la suerte de conocer el mundo en esa época dorada en la que los últimos coletazos de lo puramente analógico luchaban por no sucumbir a la brillantez de lo digital. Durante los últimos años de esa guerra analógico versus digital que terminó con el triunfo de este último bando.
En aquellos años de mi infancia, que pienso que son los últimos que, en puridad, pueden ser denominados como antiguos, viejunos o anticuados, dependiendo de la edad que tengas, chocaron dos mundos: el de heladeros que anunciaban a gritos el paso de su carrito por las calles con el de las Game Boy. El de los balonazos en las plazoletas y el de las primeras cámaras digitales. El de los teléfonos fijos y el de una tecnología novedosa que apisonaba el presente conforme pasaban los meses, convirtiéndolo todo en vintage a un paso inasumible por nuestras mentes.
En aquella guerra de dos mundos, en la que el Mundo Analógico sucumbió, me pierdo en estos últimos días de verano.
Los parques como último bastión de lo analógico
Me asaltó ayer la idea que hoy da cuerpo a este escrito paseando con mi novia por una calle de las de siempre. Hablando de la vida, pasamos por un parque y me di cuenta de que puede que los parques sean lo que menos ha cambiado en estos años. Siguen siendo mecánicos. Amasijos de metal sobre los que deslizarse, cadenas de eslabones metálicos en los que columpiarse y mecanismos que se adivinan arcaicos sobre los que dar infinitas vueltas. Y todo ello de colores imposibles, muy noventeros según el caso. Y bancos, y madres y abuelos. Y palomas y pan y esperas. Y algún kiosco que vende revistas. Me vino a la mente que hace veinte años habría pasado por allí a buscar un ejemplar de la Muy Interesante, pero hoy ya no, porque todo está en internet, digitalizado. Y quién paga ya por el papel, cuando esa batalla la ganaron las pantallas.
De todos modos, me gustó no observar demasiadas pantallas en el parque. Obviamente, algún progenitor revisando el móvil salpicaba este o aquel banco, pero la estampa era en su mayoría atemporal. Si hubiera echado una foto (y eliminado con la terrorífica IA a aquellos adictos al smartphone), habría sido difícil saber en qué época se habría tomado. De alguna forma, me reconfortó. Me hizo conectar con los años en que había que descolgar el teléfono de casa para que funcionara la conexión a internet. Aquellos años en que la Wikipedia no existía, pero su alternativa offline lucía orgullosa en un par de CD’s, a la espera de ser consultadas en el límite de su finitud.
Los parque siguen estando llenos de gritos y risas. Tienen esa vibración de los recreos, sobre los que ya escribí hace unas semanas. Parece que, quizás porque la infancia más tierna sigue siendo analógica, los parques y lo que contienen quedaron suspendidos en esa época adigital. Y a veces es bonito revisitarla.
El paso de lo analógico a lo digital no lo supimos ver
Hubo varios años durante los que lo analógico y lo digital vivieron en relativa armonía. Se podían respirar las esperanzas de la tecnología venidera sin sentir aún el pisotón en el cuello que hoy implica mantener las redes sociales, contestar los mensajes y estar atentos a cualquier notificación. Existió una ventana temporal en la que no sabría decir si aún se pagaba en pesetas, pero durante la cual corrías peligro de recibir un balonazo en la plaza porque los niños jugaban al fútbol sin control en la calle (actividad analógica por excelencia). El nuevo móvil de tu amiga, que había adquirido por puntos en la compañía de teléfono, no dejaba de ser un aparato interesante del que sabíamos poco y sobre cuyo futuro no podíamos aspirar a imaginarnos nada. Las cámaras digitales empezaban a desbancar a las de carrete, pero estas últimas seguían existiendo. Incluso se alquilaban películas en unos extraños establecimientos llamados videoclubs, lo prometo. Lugares tan extraños como esos otros donde se pagaban un par de monedas para echar una hora navegando por internet. Los cibercafés. O las cabinas de teléfono, ya por entonces casi antiguas pero aún funcionales. Todo ello procedente de un mundo que ya no existe.
Nosotros, al fin y al cabo, contribuimos a la caída del Mundo Analógico sin ser conscientes. Fuimos los soldaditos que decantaron esa guerra en la que lo antiguo pasó a ser objeto de nostalgia. El último día que entramos en un videoclub, cuando nos suscribimos a Netflix, cuando empezamos a comprar en Amazon, cuando la colección de CD’s fue sustituida por la playlist de Spotify, cuando pasamos de las moneditas a la comodidad del pago contactless… con todos estos actos de guerra, decidimos quién resultaría vencedor y quién vencido.
La dictadura de las pantallas y los inputs constantes
Una de las mayores demostraciones de que la Era Digital desbancó a la Era Analógica fue la proliferación de las pantallas. Esto no quiere decir que en los noventa u ochenta no existieran las pantallas, sino que por entonces se circunscribían a las televisiones de tubo, que coronaban las casas españolas sin excepción. El caso es que empezaron a asomar las pantallas portátiles de forma generalizada. Desde consolas (como la Game Boy Color, éxito sin precedentes que nunca tuve), hasta los primeros móviles. También se democratizaron las consolas de casa, véase la Nintendo 64, la Playstation y sus derivadas. Aunque modelos previos de estos productos existían antes de esta guerra de Eras (guerra que se desató allá por los ochenta), fue durante mi más tierna infancia cuando empezaron a verse con otros ojos, siendo difícil encontrar a un niño que no jugara a Pokémon, que no conociera a Super Mario o que no añorase ser como Link.
Las pantallas fueron la herramienta que quedó, y que posteriormente sirvió para calzarnos esa entidad incomprensible llamada internet. Invento que, cuando llegó a las casas, confirmó la muerte de lo analógico y la dictadura de la pantalla, de lo digital.
He escrito varias veces sobre la famosa novela de Orwell, 1984. Hoy no pretendo hacerlo de nuevo (pero si te apetece saber qué pienso, puedes leerlo aquí), si bien me parece obligatoria la analogía de las pantallitas de nuestros móviles, ordenadores y tablets con las telepantallas orwellianas.
Entiéndanse estos dispositivos como pantallas que, en el mundo creado por Orwell en la mencionada novela, se encargaban tanto de disparar incesantemente propaganda del régimen, como de servir de herramienta de espionaje por parte de la Policía del Pensamiento (encargada de que todo ciudadano dijera, hiciera y pensara lo que correspondía, so pena de desaparición). Y en todas las casas había.
¿En qué se diferencia la pantallita en la que estoy escribiendo esto de una telepantalla de 1984? ¿Acaso ahora, que a través de la misma consumo el infinito contenido de internet, no estoy a merced de lo que quieran enseñarme? No se tome esto como una suerte de conspiración planetaria para hacernos pensar una u otra cosa, sino como la confirmación de que lo digital ha alcanzado tales cotas de importancia en nuestra vida, que un porcentaje muy alto de nuestras vidas pasó de desarrollarse en la vida real para hacerlo en la online. Y esto no sé si es algo de lo que estar orgulloso.
¿Cuántos “jajajajajajaja” escritos en la app de mensajería de turno (o en los antaño Messenger o Netrochat) no ocultan tras de sí una risa real? ¿Acaso un like indica que algo nos gusta, o es mera convención social? Las reuniones de amigos a través de Discord, ¿acaso estimulan nuestro cerebro y nuestro cuerpo como lo hace lo analógico de un bar?
El smartphone, el caballo de batalla definitivo que acabó con lo analógico
¿Y cuáles fueron nuestras armas para tamaña empresa, tan solo nuestra capacidad de decisión? Ni mucho menos. Hay que hablar de la pantalla por excelencia.
Estoy seguro que, si no estás leyendo estas líneas en tu smartphone, al menos si levantas la vista lo tienes a la mano. Bien cerquita. Ese dispositivo es muchas cosas que fueron y que ya no serán como antes por su culpa. Desde las cámaras de fotos hasta la radio analógica, pasando por el cine, los libros, el bolígrafo y el papel. La calculadora, el reloj, el despertador, el ordenador personal y el CD. Nos entregaron una tecnología que abarcaba todas las tecnologías en la mano. Y la dotaron de internet, dándonos la posibilidad de conocerlo todo sin control.
No suelo añadir fotografías en mis posts, pero este fotograma de un anuncio de Apple viene mucho al caso. Montones de objetos antiguos que, tras ser aplastados por una prensa hidráulica, daban como resultado el último iPad (aunque sería perfectamente aplicable al iPhone). Magistral, si bien la compañía tuvo que pedir disculpas porque montones de colectivos se le echaron encima. Los soldaditos que hicieron realidad eso que el anuncio demuestra con tanta creatividad, avergonzados quizás porque es real, y los únicos culpables de tantas pérdidas fueron ellos (nosotros).
No sé hasta qué punto el ser humano estaba capacitado para tener tantísimo poder en su mano. De hecho, no somos más inteligentes que antes, sino todo lo contrario. Creo que hemos perdido muchas capacidades. Sin ir más lejos, a mí no me mandes a viajar sin el Google Maps activado. Tampoco me pidas que memorice determinadas cosas porque las tengo a pocos clicks de distancia. Y así con montones de ejemplos, siendo Tiktok y su scroll infinito el súmmum de la estupidez en la que no estamos viendo inmersos. La pérdida de tiempo más brutal e inservible que existe.
Sería una tontería finalizar este post como una oda contra los móviles, porque estos, así como la Era Digital en sí, nos han traído más facilidades que cosas malas, pero me parecía de recibo poner de manifiesto estas últimas. Máxime cuando uno pasa por delante de un parque y observa que los recuerdos de los noventa parecen ser recreados en el presente por niños risueños, cuya felicidad parece ser la única superviviente de aquella antigua guerra en que lo analógico fue fulminado por la digitalización.
Me ha encantado tu carta, Edu.
Aquí tienes a un propietario de video-club, allá por el 2002. Por tanto he vivido de lleno todas las cosas que comentas, desde el punto de vista del usuario, como de el de empresario. Evidentemente al final se cerró el video-club, no sin antes haberlo vendido a otro propietario que no creyó mis motivos de querer venderlo. Yo le dije, «en pocos años se dejarán de alquilar películas». Él creyó que todavía faltaba tiempo para ello, pero lo cierto es que fue todo vertiginoso. Yo vendí el videoclub en 2007 y él lo cerró en 2010.
El problema de todas estas cosas que comentas es que nunca somos conscientes del momento histórico que estamos viviendo. Ahora reconocemos el valor de lo que supuso tener Internet en casa a principios de los 90. También recordamos con nostalgia la llegada de los primeros móviles (yo escribí una carta sobre ello) y en mi familia también hay un bonito recuerdo del día en que yo me compré mi primer ordenador personal. Son cosas que en el momento en que lo vivíamos no parecían tan importantes, era la novedad, pero se convierten en hitos importantes con el paso del tiempo.
Reflexionando sobre ello, es curioso como cuando hablamos de tecnología hablamos siempre de presente, de lo último y no tenemos en cuenta el pasado. Nos empeñamos en olvidar el pasado de nuestra Historia. En cambio, para otros ámbitos de la vida no hacemos más que recurrir a él o al futuro, y olvidamos el presente.
Tú recuerda lo que estás viviendo ahora, porque dentro de 20 años te darás cuenta de que no dabas importancia al momento que vives ahora ni su impacto en el futuro. Pongamos, por ejemplo, con el tema de las famosas gafas de Apple, por centrarnos en algo. Yo viví el momento del iPhone. Cuando Jobs presentó el iPhone corría el año 2007, muchos creímos que era el futuro, un antes y un después. Pero el 90% de mi entorno no le dio la menor importancia... Y mira dónde estamos.
Cuando hablo de estas cosas, siempre me vienen a la mente personajes como Arthur C. Clarke, Isaac Asimov o Robert Heinlein, ellos hicieron predicciones de muchas de las cosas que ahora tenemos y disfrutamos, pero en su día eran muchos los que se reían de ellos. El propio Clarke, en su relato «El Centinela» afirmaba que si por algún motivo algún profeta pudiera describir el futuro exactamente como iba a ocurrir, sus predicciones sonarían tan absurdas y tan descabelladas que todo el mundo se reiría de él hasta el desprecio. Y mira tú; él mismo predijo las autopistas, los ordenadores personales, turismo espacial, etc.. Y más de lo mismo con Asimov.
Por tanto, y para terminar, no sé de tus lectores quién recordará o no lo que teníamos antes, pero conviene no olvidarlo, ya que ese pasado es lo que somos, y nuestro presente, lo que vivimos en estos días, es lo que seremos en unos 20 años.
Gracias, Edu, por tan fabulosa carta. ❤️
Que coincidencia Edu!
Hace unos días que venía trabajando escribir sobre lo analógico, aunque mi enfoque iba más por el lado de la fotografía. Aún así, algunas de las conclusiones que sacas se me pasaron brevemente por la cabeza. Siento que las articulaste mejor de lo que yo he hecho hasta ahora, pero de seguro que tu post me servirá de inspiración.
Me gustó especialmente lo que mencionas con respecto a los parques. Yo lo noté con mis primitos de 8 años. A pesar de formar parte totalmente de la generación de nativos digitales o como me gusta llamarlos “los iPad Kids”, siguen saliendo todos los días que hace buen tiempo a jugar con sus amigos en la calle. Muy pocas veces se llevan algún aparato tecnológico. Les basta con una pelota de fútbol, sus camisetas para hacer de los postes del arco, y un espacio abierto. Y si no, juegan al escondite.
Entiendo mucho la “preocupación”, que a veces comparto, de que las nuevas generaciones parecieran no tener una vida fuera de las pantallas (aunque los adultos tampoco nos salvamos), pero a pesar de todo ello, siguen existiendo pequeños santuarios analógicos. Espacios de diversión e imaginación, que nos permiten reconectar con la realidad.
Como mencionas al final, la tecnología puede ser maravillosa, pero tenemos que encontrar el lugar adecuado para usarla. O al menos eso creo yo.