Si vives demasiado rápido, te recomiendo visitar un pueblo
Creo que de esta pandemia de la prisa que nos asola tienen mucha culpa los entornos en los que vivimos.
Podríamos decir que yo soy de pueblo. Nací en un pueblo, salí a estudiar la carrera a una ciudad y volví a mi pueblo, donde hoy desarrollo mi profesión y desde donde escribo estas líneas. Por tanto sí, podríamos decir que soy de pueblo. O eso creía yo.
Puede que administrativamente el lugar donde vivo se encuadre en lo denominado como pueblo, pero entre sus miles de habitantes, los kilómetros que se extiende y la cantidad de turismo que recibe anualmente, esto se parece más a una ciudad pequeña que a un pueblo. Y no es que escriba sobre esto para subrayar mis orígenes como algo más grande de lo que son, sino porque hace pocos días he visitado un pueblo-pueblo. Uno de verdad. Y me ha hecho pensar.
El movimiento slow life
Llevo muchas semanas con un artículo en borradores en el que trataba de escribir sobre un movimiento que descubrí hace unos meses, pero no conseguía redactarlo. Se llama Slow Life, vida lenta. Una suerte de filosofía que trata de alejar el ruido, la velocidad y el estrés que tanto nos azotan en estos tiempos, para centrarse en el ahora, en tener los pies en la tierra y en el vivir despacio. No es una vuelta al movimiento hippie setentero ni una forma bonita de vender la dejación total de las responsabilidades, ni mucho menos, sino una interesante manera de tomarse los días con la intención de alejar la ansiedad y evitar las pérdidas que sufrimos por el camino por vivir con demasiada rapidez.
Creo que de esta pandemia de la prisa que nos asola tienen mucha culpa los entornos en los que vivimos. Como digo, yo considero que vivo en una ciudad pequeña, una de las que comparte detalles de ciudad y de pueblo, siendo más estos que aquéllos, por lo que no puedo quejarme de que aquí, salvo que seas una persona ansiosa, se viva mal. Me refiero más a las grandísimas ciudades, las que abren y cierran telediarios. Las urbes.
El otro gran culpable de esta hornada de gente ansiosa y angustiada es el trabajo insano y precario que nos somete a los pocos que lo tenemos. Si trabajas mucho no tienes tiempo y si trabajas normal, no tienes dinero. Es una rueda de la que es difícil salir. Pero en este artículo no quiero hablar del trabajo - tema que daría para diez posts- sino de nuestros entornos.
La vida lenta y los pueblos
Hace poco eché un par de días en un pueblo pequeño de la sierra. Tuve además la suerte de hacerlo visitando a unos amigos que son de allí, por lo que mi paso por sus dominios se pareció más al día a día de un vecino que a los paseos curiosos que como turistas solemos dar. Ese fin de semana ha servido para desbloquear mis ideas sobre la Slow Life y me ha permitido escribir este artículo que estás leyendo, porque viví en mis propias carnes lo que es la vida lenta, en el mejor de los sentidos.
Me imagino a un trabajador en una capital, ciudadano de una urbe cuyos habitantes se cuentan por millones, saliendo de la oficina a las ocho de la tarde y dirigiéndose a casa esquivando coches y activando el modo cancelación de ruido de los cascos para dejar de oír el tráfico, la prisa y las sirenas. Lo imagino llegando a casa - mejor dicho, al pisito diminuto que probablemente comparte con dos personas más - y tirándose al sofá mientras algo precocinado se calienta en el microondas para comer rápido y repetir el proceso mañana, que es martes.
Ahora pienso en un pueblo pequeño, ese que visité el otro día o su primo hermano. Se cambian las sirenas por pájaros y el aire contaminado por el puro. Las esquivas de peatones por saludos a los conocidos - a veces tan seguidos que llegan a agobiar - los tercios a cuatro euros por las jarritas heladas a uno, y el sándwich girando en el microondas por la ensalada verdísima recién cogida de tu propio huerto.
Obviamente, en las ciudades hay mucha más oferta cultural, muchos planes para cualquier día y muchas más formas de desarrollarse mental y profesionalmente, eso no lo discute nadie. Pero sirva este post para no denostar tanto desde un piso de alquiler de treinta metros a los pueblos, porque los pueblerinos saben vivir de otra forma.
Oasis de tranquilidad en un desierto de prisa
Algo similar me rondaba la cabeza cada vez que pasaba por un pueblecito del norte en las largas caminatas de mis Caminos de Santiago. Tanto en el primero como en el segundo, pude observar de primera mano que la gente allí sonríe de otra forma, se relaciona distinto con el prójimo y tiene unas preocupaciones diferentes. A mí me agobian los plazos de mi trabajo, a ti te agobiarán los clientes, y a otro los horarios elefantiásicos que copan sus jornadas, pero a esa gente, a esos vividores lentos, estos detalles los tienen como algo puramente anecdótico.
Y no hablo en exclusiva de agricultores o ganaderos, también a profesionales con más formación universitaria que cualquiera. He podido notar que en esas zonas, el trabajo se queda en la zona de trabajo, y no se mezcla con cada ápice de la vida de nadie. Por supuesto, las confianzas a veces dan asco, y los cliente son también amigos y vecinos -cosas de los habitantes contados por cientos -, pero esa confianza también sirve para indicar con una sonrisa que el lunes lo hablamos. Detalles como tu bar de siempre, tus amigos de toda la vida, un sendero con un riachuelo a quince minutos andando, ir a echar de comer a los animales, recoger lechugas del huerto para cenar ensalada, echar la tarde en la piscina o tomarte un número indeterminado de birras por cuatro duros son cosas que no se pueden hacer en la ciudad con facilidad. Y creo que también son formas - más básicas pero igualmente enriquecedoras - de pasar las horas.
Quizás, después de redactar dos demandas y tener tres reuniones con clientes, a las ocho de la tarde me apetece más dar una vuelta oliendo el campo que sentarme en un teatro a ver una Oda al Quijote. Que no dudo que esto último no merezca la pena, pero la cabeza a veces agradece acercarse a los orígenes, y creo que los pueblos pequeños - los pueblos-pueblos - son los últimos reductos de esta antigua forma de vivir.
Reírse de los pueblos como defensa del que vive con prisa
En lo personal, y ya que me siento agradecido de vivir en una zona que ni es tan pueblo ni es tan ciudad, no me iría a vivir a un pueblecito tan pequeño, al igual que no me iría a una capital, pero me parecía de recibo hacer esta especie de oda a los pueblos pequeños, porque esa pureza suele ser objeto de burla por algunos urbanitas que, insisto, desde pisos alquilados más pequeños que las piscinas de algunos pueblerinos, se sienten con la altura moral de reírse de esos pobrecitos que viven como antiguamente.
Creo que estas críticas responden al desconocimiento o a una suerte de clasismo autocomplaciente que hace que algunos pobres curritos de urbe se crean que viven mejor que una persona que ni siquiera va a leer sus críticas porque en lugar de estar en el sofá perdiendo el tiempo con las redes, está tumbado en su casita con terreno escuchando los pájaros y procrastinando el momento de ir a recoger los huevos de sus gallinas para cenar tremenda tortilla gratis. Slow Living.
Clasismo es la palabra, Edu. Ahí le has dado (o le diste). Yo abracé la slow-life a la desesperada y por el lado que no era hace 15 años (tampoco había modelos que seguir entonces, diré en mi defensa) y, aunque no lo cambio por nada, hoy haría la transición de otra manera. No es fácil el cambio.
No puedo estar más de acuerdo con todo esto. La Vida Lenta es lo que busco desde hace años. Gracias por esta maravillosa Oda a la Vida. Por cierto, la Película "Perfect Days" de Win Wertens habla de esto