Todo lo que te pierdes por vivir demasiado rápido
Hay que parar, que no holgazanear, que son cosas muy diferentes.
De camino a comer a casa de mis padres, los sábados, casi siempre vemos al mismo gato en la misma ventana. Está tumbado, mirando a través del cristal cómo pasa su vida felina. Podría describirlo pero es un gato normal, imagínatelo como quieras. Lo que sí me interesa transmitir es su pasividad, su aparente consciencia de ausencia de problemas reales. Se le ve bien alimentado, manso y tranquilo. Casi se le adivina un ronroneo constante, señal sonora de que paladea el savoir vivre de una forma que los humanos solo podemos alcanzar a soñar. Ese gato, tan cotidiano ya, tan parte de nuestros sábados de camino a un almuerzo familiar, es un claro ejemplo de la belleza de lo cotidiano. Es un detalle diminuto que la vida rápida nos impediría disfrutar.
Cuando la vida va demasiado rápido
Vivimos en una rueda veloz, muchas veces carente de alma o con esta tan enterrada entre deberes y prisas que se esmera en no dejarse disfrutar. Casi no permite el parón o el descanso, castigando con remordimientos el necesario respiro. Esta velocidad, antítesis de la slow life aderezada de lo mediterráneo que me esfuerzo por vivir, nos impone su visión de túnel, no dejándonos disfrutar del paisaje. Y no sé quién ideó esta mentira, quién nos convenció de que lo rápido es sinónimo de productivo, o lo incesante de admirable, pero le declaro por escrito mi odio eterno en estas líneas.
La vida rápida nos hace perdernos los detalles del camino, y creo con convicción que son esas pequeñeces, o la capacidad de sorprendernos por ellas, las que dan el toque diferencial a la vida. Son precisamente esas cosas las que no hay que perderse. Me aterra pensar en esas jornadas intensas que escucho a otros, siempre a más del cien por cien, buscando robarle minutos al día para introducirle a la fuerza más dosis de productividad. Sin parar, sin descansar, sin sobremesa. Yo abogo por que hay que parar, que no holgazanear, que son cosas muy diferentes.
Nunca terminé de leerme el libro Momo, de Michael Ende, pero mis recuerdos de niño me hacen imaginarme a estos individuos que viven rapidísimo como los hombres grises de aquella novela juvenil. Señores y señoras que no disfrutan, que se obcecan en la productividad, regando solo esa parcela de su existencia. Haciendo ver al mundo lo floreciente de su ámbito laboral, de su éxito, pero que son incapaces de percibir el resto. Las cosas que ocurren de camino a la oficina. Los detalles rebosantes de belleza que los días nos regalan en silencio. Y yo no quiero ser un hombre gris.
Lo que nos oculta la vida rápida
Esa vida vertiginosa coloca un velo al día a día que hace que su belleza pase desapercibida. Es esa manera de vivir la que quema el motor, la que me da miedo, de la que huyo. Esa vida que no te da tiempo para cocinar, y que luego no te permite disfrutar saboreando los matices. Esa que te impone levantarte de la mesa casi sin hablar con el de enfrente porque los correos no se contestan solos. Ese galope entre las horas que no te da tregua para asomarte a la ventana y ver los pocos minutos que nos regala la hora azul, o dorada, según el día, en que las fotos salen perfectas.
Ese perro pequeño que no quiere entrar en una tienda y que se desvive en un esfuerzo estéril ante la mirada divertida de su dueño. Ese montón de vidas en la plaza de abastos. Aquel niño pequeño que piensa que su abuelo es un mago porque ha soplado y ahora hay pompas de jabón en el aire. La leve sonrisa del mendigo que agradece la moneda de una señora de abrigo grueso o aquella pareja de monjas que caminan ligeras, como de otra época. Esa iglesia impasible que siempre está ahí pero que nunca miras. Todo eso te roba la vida rápida. Todos esos detalles oculta su velo. Y hay tanta belleza pequeña en esos momentos irrepetibles, que el hecho de navegar por ellos con ojeras autoimpuestas por deberes que pueden esperar, es un desperdicio vital.
Hay que disfrutar las pequeñas cosas es un mantra manido, pero no por ello carente de razón. Yo le añadiría una segunda parte: (…) y para ello, hay que vivir más lentamente. Porque el piloto automático, tan rápido y locuaz, empaña las vistas. Y aunque te acuestes por la noche pensando en lo productivo que ha sido tu día, estás ignorando el millón de detalles de los que no te has percatado.
Lo bueno de esta historia es que ambas facetas son compatibles. La contemplación y la productividad. El disfrute y el trabajo. La vida lenta y el éxito profesional. El deleite en lo improductivo y el engrosamiento de currículum. En el punto medio, como siempre, suele estar la virtud.
No alabo la pérdida de tiempo, la improductividad ni la holgazanería, ¡más faltaría! Lo que sí creo es que hay que dar a cada cosa su tiempo. E igual que no es sano perderse en las nimiedades y tratar de vivir del aire, tampoco lo es ir por la vida con ojeras de burro, ahogado entre horas extra y horarios imposibles de cumplir sin llorar.
La imperceptible belleza de lo cotidiano
Pero si hay un botín que odio que la vida rápida me robe, ese es la belleza de lo cotidiano. Lo que he descrito hasta ahora son los ingredientes de la vida en general, de la de todos. Momentos fortuitos en sí bonitos, dignos de ver y de disfrutar, pero genéricos y aleatorios. Además, disfrutables por cualquiera. Pero la vida rápida, en su afán rapiñador, también levanta las enaguas de la vida diaria, de la más personal. Busca con ansia robarnos la imperceptible belleza de lo cotidiano.
La esencia pura de tu vida propia, no la de otro. Los ingredientes ínfimos que hacen que tus días te resulten familiares y los percibas como tuyos. Esos detalles que ni siquiera te planteas, también son bellos. Y te los estás perdiendo porque hoy un cliente te ha llamado demasiadas veces y eso te ha hecho cambiar de actitud.
Tu cotidianeidad diferencia tu vida de la mía, aunque vivamos en la misma ciudad y en la misma época. Podemos disfrutar del mismo parque o del mismo bosque, porque son elementos comunes, pero yo nunca percibiré la belleza de los rayos de sol entrando por tu ventana todas las mañanas, al igual que tú jamás te embelesarás con el olor de mi bar de cabecera. Ese buenos días de tu pareja, tan diario como necesario. Esos rituales semanales, ese pijama que tanto te gusta. El olor a sábana limpia o el griterío de los niños en el colegio en el que trabajas. Lo cotidiano es lo personal, lo inherente a la vida de cada cual. Y está conformado por millones de detalles que, per se, también son bellos, aunque hay que saber parar para verlos.
Una siesta de veinte minutos, un rato de lectura con sueño, pasear por el gusto de hacerlo y no como herramienta de evasión. El rato de radio que cada día disfruto antes de irme a trabajar, el fresco mañanero que me anima a aligerar el paso para el café, también tan cotidiano. El volver a casa todos los días a la misma hora, el qué tal tu mañana, el escuchar. El sábado en casa de mis padres, el gato que nos mira por la ventana todas las semanas y que ha propiciado este post. Las tardes en silencio leyendo o trabajando, los findes de desayunos con amigos. La lista de la compra en la nevera, lo aparentemente nimio. Lo carente de importancia, las piezas del puzle de cada cual que se dan por sentadas. Las tonterías que parecen casuales pero sin las cuales algo en la vida cojea.
Hay que parar y darse cuenta, cuando la vida aprieta y se acelera demasiado, de que ese estado es transitorio. Porque el grueso de nuestra existencia es lo cotidiano, lo que no se alcanza a ver si te abruma la rapidez. Y es un desperdicio no esforzarse en entrenar esa mirada, levantando el pie del acelerador, porque el resultado de ese dejarse llevar por las prisas es una vida menos bella, menos sorprendente. Una vida plana, agobiante y sin detalles.
Considero que hay que ser conscientes de que la vida pasa, pero que es mucho mejor pasarla lentamente. Porque aunque dure lo mismo, al menos así habrás admirado los engranajes que la conforman. Habrás conseguido levantar ese velo que oculta la imperceptible belleza de lo cotidiano.
Muy buen artículo, Edu. Es fácil comulgar con tu visión de la vida «demasiado rápida» y el estrés cotidiano al que nos vemos sometidos.
Precisamente este último es el elemento que, creo, tiene mayor importancia y que pone en jaque tu bondadosa lectura. Detenerse, disfrutar de los pequeños momentos, saborear las bellezas minúsculas… son cosas que requieren de un estado anímico «secuestrado» por nuestras condiciones materiales. Soy firme defensor del poder que tenemos para controlar nuestros afectos, pero también de la dificultad que ello implica; y quizá el mayor escollo que nos encontramos es la falta de momentos de paz.
Es fácil apelar a detenerse, a mirar, a contemplar con atención, pero en muchos casos, por desgracia, es casi imposible dadas las rutinas y sinergias que la sociedad impone. Creo que es importante señalar (y esto no invalida tu tesis en absoluto) que el entorno y las condiciones que impone son fundamentales para cambiar el estilo de vida.
Un saludo.
Edu, me ha encantado tu pequeña lista de detalles cotidianos en los que ves esa Belleza que le da el sentido y el goce a la vida. Justo estoy escribiendo un pequeño librito sobre las pequeñas-grandes cosas que, según mi sentir, hacen que la vida valga la pena. Y tu listado es, al mismo tiempo, similar pero distinto del mío. Me ha gustado mucho entrever en tus palabras en qué ves tú la Belleza.
Por otra parte, suscribo palabra por palabra tu reflexión sobre la necesidad de ir más despacio para poder apreciar todos esos detalles. A toda velocidad, ya sea externa o interna (mental), la Belleza pasa desapercibida.
Creo que el problema (o uno de ellos) es, como decía Emi en su comentario, que lo de la velocidad excesiva es un problema estructural de nuestra forma de vida actual. Cada uno/a de nosotros podemos esforzarnos en desacelerar hasta cierto punto, pero sólo hasta donde lo permiten nuestras obligaciones y presiones insoslayables. Que suelen ser, a pesar de todo e incluso tras reducirlas a su mínima expresión, demasiadas como para poder ir realmente slow por la vida. O esa es mi impresión.
Hablo desde mi sesgo personal, también te digo, de ser una persona muyyyy lenta para todo.
Yo, para poder llevar una vida realmente relajada teniendo en cuenta y respetando mi velocidad natural, (que como ya he dicho, es LEEEEEENTAAAAAA.....😄) al final tuve que dejarlo todo, marcharme al campo, y decrecer progresivamente hasta la mínima expresión en todos los sentidos (tareas cotidianas, compromisos sociales, ambiciones profesionales, posesiones materiales, consumo... etc, etc.). Hoy en día puedo decir que vivo realmente "slow" y sin ansiedad, pero el coste y el sacrificio fue grande. Tuve que cambiar de arriba a abajo todos los aspectos de mi vida.
Pero insisto, este es sólo mi caso personal.
¿Tú qué opinas? ¿Sientes que estás logrando llevar una vida lo suficientemente "slow" según vas simplificando tareas y decreciendo?
Gracias por poner estos temas sobre la mesa. Me parece muy positivo que surjan debates así y que reflexionemos todos juntos. Y aquí en Substack el clima es propicio para este tipo de conversaciones.
Un abrazo Edu! 🌾