La forma mediterránea de tomarse la vida
El mármol, lo gratuitamente bello y la simpleza. Dar las gracias mirando a los ojos y dejar pasar a una señora mayor antes de que ella se dé cuenta de que estabas ahí.
De un tiempo a esta parte, vivo un poco obsesionado con la cultura mediterránea. Y no me refiero solo a los desayunos, a la mitología griega o a dar un paseo por alguna ciudad italiana. Es algo más. Lo mediterráneo está repleto de savoir vivre, ejerce un paladeo especial de los acontecimientos y practica una cadencia lenta a la hora de plantearse el noble arte de vivir. Imagino que habrá - o habrá habido - otras culturas tocadas por la tranquilidad y la chispa justa del hedonismo que salpica a los mediterráneos, pero en los tiempos que corren, la forma de tomarse la vida de un oriundo del Mediterráneo es una de las herencias culturales más ricas y disfrutables que se pueden imaginar.
No sé si será herencia de los dioses del Olimpo, del Imperio Romano o de los Reyes Católicos, pero lo cierto es que el bagaje de los países cuyas faldas están bañadas por el Mare Nostrum les otorga unas particularidades culturales envidiables, y escribo estas líneas con cierto orgullo, porque me incluyo en ese (a mi entender) selecto grupo. No hay culturas mejores ni peores, pero si las hubiera, la cultura mediterránea sería la diosa de todas ellas.
El mediterráneo sabe que no todo en la vida debe ser productivo - no todo debe ser útil, como el tristemente fallecido Nuccio Ordine asevera en su ensayo La Utilidad de lo Inútil, que aprovecho para recomendarte -, que la calma forma parte de la vida y que hay momentos en los que lo mejor que se puede hacer es nada. Así, podemos entender que por aquí exista la sobremesa, que la siesta pueda ocurrir en un hogar español un martes laborable o que entendamos que el mar es agua que forma parte de nuestra tierra. Que el placer es un medio, pero a veces también un objetivo; porque la vida placentera es mejor.
El culto a la comida - que no al alimento - rodeado de los tuyos. La confección de oro líquido a través de aceitunas. El donde caben dos, caben tres, el invitar a comer a casa o el salgamos de tranquileo y volvamos de madrugada; el relío. La estética cotidiana, la lozanía que el Sol le otorga a la piel y la valentía que a uno le embriaga cuando está con sus amigos en una terraza. El saboreo del presente sin mindfulness de por medio, la romantización del vino y el orgullo por el jamón, el queso o el marisco. Las caras arrugadas y comidas por la sal, el olor noventero de algunas ciudades que se resisten a avanzar. El filtro sepia que los pueblos pesqueros mantienen, como si estuvieran atrapados por sus propias redes en unos años noventa perpetuos, pero de forma deliberada.
El mármol, lo gratuitamente bello y la simpleza. Dar las gracias mirando a los ojos y dejar pasar a una señora mayor antes de que ella se dé cuenta de que estabas ahí. Salir a las siete y que haya luz, y llegar a las siete y que siga habiéndola. Que los atardeceres se contemplen como una obra de arte y no como un momento del día, y que haya chiringuitos que te pongan a Rocío Jurado cuando caen los últimos rayos. La tradición sin plantearse tanto lo ético, las raíces en la más profunda filosofía y la ideología de lo tranquilo.
Las zapatillas de esparto, las motos sin casco - al menos en Grecia - y las calles un poco sucias, que hay mucha gente y es imposible mantenerlo todo impoluto. La vida lenta, como la de los pueblos, y las señoras al fresco que ceban a sus nietos cuando vienen en verano a pasar una semana en familia. Una canción cuyo autor se jacta porque nació en el Mediterráneo. La apología de lo pausado y el sentimiento de hermandad que te asalta cuando encuentras en un país no mediterráneo a un vecino, aunque no lo conozcas.
La meditarraneidad no la adquieres por mojarte en ese mar; es un compendio de pequeñeces que ha calado en el subconsciente de unos pueblos, que aunque no estén directamente bañados por esas aguas, tienen dentro retazos de Leónidas, de Julio César, de Platón, de Séneca y de Trajano. Hasta de Hércules, si nos ponemos mitológicos.
Entiendo el turismo, entiendo que los rusos y los europeos del norte vengan a morir al Mediterráneo. Entiendo que usen esta zona para reposar y tranquilizarse tras una azarosa vida de números, ecuaciones y rectitud. Entiendo que Venecia se vea sobrepasada por su belleza y tenga que plantearse cobrar por pisarla. Lo entiendo todo.
Pero sobre todo, entiendo que seamos la mofa de los sectarios de lo productivo, de los adictos al trabajo y de los burócratas. Que les parezcamos de otra época o quizás de otro mundo, como anclados al pasado, cuando nos observan viviendo el día a día en nuestras ciudades. Y creo - no lo creo, estoy seguro - que nuestro anclaje responde a la negación de separarnos de lo nuestro, de la tradición mediterránea. A la negación de sacar nuestros pies de la orilla. Puede, de hecho, que sí seamos de otra época.
Porque a veces, hay pasados mejores que algunos presentes y que muchos futuros.
Pd. No sabía si etiquetar esta especie de oda a la cultura mediterránea como #reflexión o como #desarrollo, pero a la vista del resultado, creo que su lectura evoca más una forma agradable de tomarse la vida que, si bien es fruto de la reflexión, puede servir para asumirla como propia. O al menos, para aceptarla como tal y disfrutarla sin ambages. Por tanto, el presente post queda etiquetado como #desarrollo.
Justo vengo de pasar una semanita en Mallorca y de haber pasado casi todos los veranos de mi infancia en Palamós, sé exactamente ese sentimiento y filosofía que tanta paz me ha otorgado siempre, muy buen post Edu, me ha encantado un enorme abrazo!🌊🦀❤️
Disfruté mucho leerte :) cuando he ido por allá me ha dado justamente esa misma sensación. Es un disfrutar la vida que en otras culturas no se toma tan en serio, pero qué necesario es