Mi (mala) experiencia con el teletrabajo
Personalmente, soy el tipo de individuo para el que el teletrabajo es una jaula de oro: preciosa en apariencia pero asfixiante en esencia.
Durante la pandemia, tuve la oportunidad de trabajar desde casa para una empresa aseguradora importante. Lo que al principio se me antojó como la mejor forma de trabajar (hacerlo sin mover un pie de casa y ahorrando tiempo, dinero y relaciones sociales forzadas), pronto se convirtió en algo muy parecido a un calvario.
Hoy voy a hablar de mi experiencia con el trabajo desde casa. De por qué considero que tiene cosas buenas, pero que no es para todo el mundo. Y yo, personalmente, soy el tipo de individuo para el que el teletrabajo es una jaula de oro: preciosa en apariencia pero asfixiante en esencia.
Me vendieron el teletrabajo como la panacea
Empecemos por el principio, aunque la época que me dispongo a narrar no es agradable de recordar. Durante el confinamiento total yo no pude ejercer mi profesión (la abogacía). No porque lo tuviera prohibido (que al principio también, porque casi nadie podía salir de casa), sino porque no me había dado tiempo a despegar, y los pocos temas que tenía entre manos aún no requerían actuación profesional alguna por mi parte. Lo jurídico sufrió en plena pandemia más retrasos y parones de los que cualquier persona ajena a este mundo se pueda imaginar, y encima yo acababa de empezar, así que por entonces solo era abogado porque lo ponía en un papel y porque pagaba religiosamente mis cuotas de colegiación y mutualidad.
Te puedes imaginar que recién colegiado y con muchas ganas de empezar a trabajar, el famoso virus retrasó esa posibilidad sine die y mis posibilidades de ganar dinero con lo mío se vieron reducidas a cenizas.
Pasó la parte más dura de la pandemia, pero comenzó la época de medidas, vacunas e incertidumbres. Fue en este contexto, y aún con noticias diarias de oleadas, desescaladas e incidencias acumuladas martilleándonos con insistencia, que se me planteó esta oferta laboral en una aseguradora. No era nada jurídico, tan solo hacía falta un buen dominio del inglés, y eso me llamó la atención.
Imagínate mi situación: ganar un sueldo decente desde casa de mis padres, porque aunque el trabajo en principio era presencial, había muchas posibilidades de pasar al teletrabajo pronto porque la coyuntura sanitaria así lo imponía. De hecho, se hablaba de teletrabajo casi inmediato.
Además, el trabajo desde casa gozaba por entonces de un halo de novedad prometedor. Todo el que teletrabajaba mostraba orgulloso su escritorio, sus rutinas matutinas y su buen humor derivado del tiempo ahorrado cada día en desplazamientos y demás parafernalia aneja a lo laboral. Más motivado no podía estar, de modo que acepté.
Al principio todo son cosas buenas
Si bien tuve que acudir a la oficina al principio para formaciones y conocer al equipo, lo cierto es que una nueva variante del covid irrumpió en el panorama y, de un día para otro, nos dijeron que nos quedásemos en casa. Nos llevamos los equipos y nos montamos las oficinas en el domicilio de cada cual.
Al inicio, como digo en el título que precede a estos párrafos, todo eran cosas buenas. Comencé a crear nuevos hábitos: desayunaba a la misma hora, meditaba unos minutos en el descanso, me vestía con ropa más o menos decente para no trabajar en pijama, veía con mi hermano un par de capítulos de una serie después de comer para aumentar la sensación de rutina… En cierta forma, me sentía orgulloso de poder arreglármelas solo, sin experiencia en el sector y solucionando problemas en inglés.
En mi puesto, tenía que hablar con muchísimos clientes al día por teléfono. Debía solucionar incidencias a la mayor brevedad, y si algún cliente (de cualquier parte de España) llamaba hablando en inglés, esa llamada era directamente para mí. Yo era el inglés del equipo.
En esa época me motivó mucho darme cuenta de que era capaz de solucionar temas importantes hablando en otro idioma. Porque además, sin entrar en detalles, los problemas que debía solventar eran de gravedad. No hablamos de seguros del hogar (dejémoslo ahí).
Por tanto, podríamos decir que los primeros dos meses trabajando desde casa no estuvieron mal. Además, después de cerrar el chiringuito cada tarde, salía a pasear y aprovechaba las pocas horas de libertad que mi nuevo horario y la nueva variante del virus me permitían. Incluso empecé a valorar mucho más mucho los fines de semana y siempre trataba de tener algún plan interesante los días que no tenía que trabajar. Una mente ordenada e inquieta. O de eso trataba de convencerme.
Pero después, mi actitud cambió
Parto de la base de que la condiciones en las que yo ejercía el teletrabajo eran imposibles de mejorar, y aún así hoy estoy escribiendo este post. Tenía mi despacho en una habitación distinta a mi dormitorio, un enorme patio donde tomar el sol en el descanso y una casa con suficiente espacio como para no agobiarme nunca, amén de una familia con la que me llevo espectacularmente bien viviendo conmigo. Pues ni con esas el teletrabajo fue agradable cuando empezó a mostrar su lado más feroz.
Permítaseme, como en otras ocasiones, ser prosaico en exceso. Obviamente, el teletrabajo no es un monstruo voraz ni yo le tengo miedo, pero me encanta escribir y así hago dos cosas: describir aquella época y divertirme al hacerlo. Ya que como he explicado con anterioridad en otro post: ahora publico para mí.
Cuando le he comentado a mi novia (que ha vivido el último año y medio teletrabajando desde el escritorio en el que ahora estoy sentado) que estaba escribiendo este artículo sobre el teletrabajo, ella ha respondido muy rápido algo que me ha gustado:
El teletrabajo es como el alcohol: cuando estás bien, es perfecto. Pero cuando estás mal, es lo peor.
No puedo estar más de acuerdo con ella. Y de hecho, le doy una vuelta de tuerca más al asunto: tienes que ser fuerte mentalmente para que el teletrabajo no te termine por hacer mella. El hecho de circunscribir tu vida a pocos metros cuadrados, sin la posibilidad de despejarte aunque sea yendo y viniendo a la oficina, puede ser agotador en lo mental.
Hace poco escribí sobre los bares de cabecera. Si has leído ese post, podrás entender lo que para mí supone levantarme, salir a la calle y desayunar en mi bar de siempre. Como imaginarás, esta es una de las primeras cosas que el teletrabajo siega de tu vida. Cuando teletrabajaba, mis mañanas (que empezaron siendo motivadoras, insisto), pronto se convirtieron en un arrastre de pies desde la cama hasta la cocina. Mientras se encendía el ordenador, me hacía un café y observaba con añoranza las primeras luces del día, consciente de que acto seguido me encerraría dentro del ordenador en el mismo cuarto de siempre, en soledad, hasta que esos rayos matutinos desaparecieran sin que me diera cuenta. Cada mañana pensaba que no podría disfrutar del día, y que mi único rato de asueto al aire libre ya sería cuando no había luz en la calle. Deprimente.
Aunque parezca muy poético escribiendo esto, mis mañanas se tornaron melancólicas y tristes, y pronto comencé a levantarme más tarde, con el tiempo justo. Lo que antes era media hora de relax y preparación, se convirtió en una sucesión de actos automáticos encaminados a trabajar sin pensar demasiado, deseando que pronto fueran las siete de la tarde. Al principio, como dije más arriba, me arreglaba un poco para trabajar, para así engañar al cerebro y que se pusiera en modo work, pero cuando llegó el hastío, rara vez me quitaba el pijama en toda la mañana.
Además, cuando algún problema se me resistía con un cliente al teléfono que esperaba de mí algo que yo no podía darle, no tenía a quién pedir ayuda. Mis superiores generalmente estaban ocupados y no podía contactar con ellos por teléfono con la premura que solía requerir, de modo que varias llamadas al día se convertían en verdaderos quebraderos de cabeza para mí. Hay que recordar que yo no tenía experiencia en el ámbito que desarrollaba, y mi formación se había limitado a una o dos semanas presenciales - con el fantasma de la nueva oleada que nos mandó a casa sobrevolando nuestras cabezas - y las pocas llamadas explicativas que conseguía racanear a quien tuviera a bien contestarme al teléfono.
Y ojo, que no estoy criticando a los compañeros ni a los superiores. Todos se portaron bien conmigo, pero también tenían sus problemas derivados de su trabajo y de su teletrabajo (que reitero, el mío era envidiable, pero no así el de todo el mundo). Las posibilidades de ayuda se habían reducido al mínimo. Y eso también era una tortura china en mi cabeza.
El teletrabajo me hizo más pesimista, vivir más cansado y no centrarme en el presente, sino hacerlo constantemente en el futuro. En el ansiado momento de cerrar el ordenador hasta mañana.
Entiendo el teletrabajo, pero no es para mí
Echo la mirada atrás y creo que el teletrabajo no es para mí. Yo necesito salir, que me dé el aire, oír a gente, ver movimiento, coches y trajín matutino. Me gusta ver que la ciudad se despierta poco a poco y que yo no soy el único que va a trabajar. De alguna forma, ese mal de muchos, consuelo de tontos, me sirve por las mañanas. Cuando trabajaba desde casa, no tenía contacto prácticamente con nadie - exceptuando el sinfín de llamadas que tenía que hacer -, y esto terminó por tocarme un poco en la cabeza. Vivía al margen del resto del mundo y me harté.
Ahora, además, si un tema me aprieta demasiado las neuronas o si el agobio hace acto de presencia, puedo hacer una pausa y salir a la calle. Puedo refrescar la mente, dar un paseo y continuar en otro momento. Este es otro de los detalles que no podía hacer durante mi época de teletrabajo.
Obviamente, creo que el teletrabajo es uno de los mejores avances que la repentina pandemia nos trajo. Antes, rara vez se hablaba de ese régimen de trabajo. Recuerdo, de hecho, haber visto hace años en el típico programa de españoles que viven en el extranjero a una mujer que hablaba de que trabajaba desde su casa, y eso le permitía compaginar su vida laboral con su vida familiar. Cuando vi aquel programa, me explotó la cabeza y consideré que en un país como el mío algo así sería impensable. Pero luego llegó la famosa enfermedad para enseñarme que todo lo que creía imposible podía convertirse en algo muy real.
Para una persona cuya oficina esté tan lejos que teletrabajar le haga ahorrar mucho tiempo o cuya profesión no requiera en absoluto trabajar desde un despacho físico, entiendo que el teletrabajo sea un régimen envidiable, pero yo no podría abocarme de nuevo a trabajar encerrado y sin contacto con nadie. O al menos, no creo que lo haga nunca de forma premeditada.
Hay que tener en cuenta que esto lo escribe alguien cuya profesión requiere de mucho contacto con otros, de modo que estoy seguro de que mi opinión adolece de un sesgo importante. Pero al fin y al cabo, es tan solo mi opinión.
Lo importante de diferenciar los espacios
Con mucha diferencia, lo que más me molestó de mi corta pero intensa experiencia como teletrabajador, fue que terminé por sentir rechazo por el cuarto en el que monté mi pequeña oficina. Una sala que siempre he relacionado con ocio y diversión, pasó a convertirse en un lugar del que deseaba escapar, y en el que no quería estar ni siquiera durante el fin de semana, porque observaba de reojo el ordenador y los documentos esperándome para el lunes, y eso me hacía estar ciertamente incómodo.
Los problemas inherentes al trabajo reposaban sobre la mesa y no conseguía desprenderme de ellos ni siquiera cuando no estaba trabajando. Podríamos decir que una zona de mi casa se contagió de trabajitis aguda, y yo difícilmente soportaba esa sensación.
Mi percepción sobre mi propia casa cambió, y eso no me gustó nada. Ahora, que vivo en un piso mucho más pequeño, si teletrabajase terminaría por odiar prácticamente un tercio de la casa, y eso, teniendo en cuenta lo difícil que es estar cómodo en un hogar relativamente nuevo, no es un riesgo que quiera volver a correr.
En mi caso, es casi obligatorio separar mi espacio personal de mi espacio laboral. Son ámbitos cuya diferenciación me otorga una paz importante a la que no quiero renunciar. Obviamente, no hago ascos a trabajar desde casa algún día concreto, preferiblemente por la tarde. Estoy muy cómodo en mi escritorio y puedo trabajar perfectamente, pero de forma esporádica. El salón (para mí, que puedo decidir), quiero que sea para disfrutar, y no para coparlo con plazos, escritos y llamadas a clientes. Esos ámbitos intento que queden relegados al despacho.
Obviamente, siendo autónomo no tengo un horario fijo. Quiero decir que, aunque tenga mis horas de entrada y salida del despacho, los clientes te llaman cuando lo necesitan, de modo que tengo adecuada mi esquinita de casa para que, si es necesario, pase de ser un escritorio gamer a un perfecto lugar para trabajar con leyes y derivados en unos segundos.
Este, de todas formas, es mi caso concreto. Celebro que el teletrabajo se haya normalizado porque es una opción más que viable para un montón de gente, pero la romantización generalizada que percibo de esta forma novedosa de trabajar no se corresponde con lo que yo pienso. Y me pareció un tema interesante para un post de #trabajo para Sapientia.
Además, por hacer un último apunte, soy consciente de que el coronavirus también tuvo mucha culpa a la hora de crear en mí una sensación respectiva al trabajo desde casa un poco más desagradable de lo normal. Vivíamos en una época aciaga, no teníamos libertad (y mucho menos libertad laboral) y aquel trabajo no era de lo mío.
Como además tenía posibilidades de empezar a trabajar de lo que había estudiado, pronto dejé aquella profesión y volví a mi bendita rutina: la de cafés, paseos de despeje mental y despacho de silla alta, mesa de madera antigua y confidentes.
Yo creo que depende qué clase de oficina presencial tienes y qué clase de ambiente hay en el trabajo, así como la distancia que tienes al trabajo. Y depende de cómo hagas el teletrabajo, como has dicho. En mi caso, ha sido buenísimo: no me he tenido que tragar ningún otro atasco, no tengo que aguantar chismorreos de oficina y tengo más tiempo libre que puedo dedicar a otras cosas que me interesan mucho y que no podía hacer porque no tenía tiempo...
Por reducirlo al máximo: cuando nos obligan a hacer algo (en este caso trabajar desde casa), es impepinable que la cosa acabe mal.
Pero cuando ya somos nosotros los que lo elegimos, pues se está muy a gusto ;)
(Te lo dice una autónoma con el despacho en casa).