Oda a los bares de cabecera
De alguna forma, ese café previo al trabajo es un “Perfecto, todo está en orden. Ahora vamos al lío”, una confirmación de la bendita rutina de la que tanto nos quejamos.
Soy de esas personas que en el lapso de tiempo que va desde que abren un ojo por la mañana hasta que dan el primer sorbo al café, no son dignas de llamarse personas. Lo admito, por las mañanas (y más entre semana), no soy yo hasta que desayuno. Mi rutina matutina se limita a repetir como un autómata todo lo que me permite llegar al bar cuanto antes. Y todos los días, a las ocho y media, estoy en el mismo bar: en mi bar de cabecera, en mi bendito bar de cabecera.
Con un poco de suerte te has topado con este artículo a la hora del desayuno. Y con un poco más de suerte aún, lo estás leyendo con el primer sorbo de café en tu bar de siempre. Si es así, es un honor que lo leas durante tu rato sagrado.
Desde hace ya varios años, todos los días que voy a trabajar hago la visita obligada a mi bar de siempre. Llego, espero a mi padre - o él me espera a mí, dependiendo de quién haya sido más madrugador -, y desayunamos un par de lodesiempres. Esta rutina la tengo tan arraigada en mi interior, que de alguna forma ya es parte de mi identidad. Cuando lo comento hay gente que me mira incrédula, contestándome que estoy loco si prefiero levantarme antes para echar media hora en un bar, o cuando les asevero que no me gusta desayunar en casa, sino que prefiero darme el paseíto hasta mi esquina cafetera de todos los días.
Y claro, a alguien que no tiene un bar de cabecera no sé cómo explicarle algunos de los pequeños detalles que me motivan cada mañana, en cuanto abro los ojos, para arreglarme y salir disparado al mío. No podría explicarles, por ejemplo, los saludos silenciosos a los demás desayunadores sin nombre que ocupan los mismos asientos a la misma hora que tú, ni las rutinas que, a fuerza de reiteración, vas comprendiendo que tienen los demás. Tampoco el olor acompañado del estridente ruido de la cafetera, que lejos de resultarme desagradable, lo relaciono mentalmente con el sonido que las ciudades hacen al despertarse. Sería difícil también comentar cómo los perros de ciertas mesas esperan ufanos a la camarera que, siempre, les trae un par de lonchas de jamón york, o el saludo diario de la misma, que se reduce a un asentimiento y un guiño, y se convierte minutos después en un mollete integral con aceite, tomate y york con un café con leche. Siempre, siempre, siempre.
Yo comprendo que haya quien prefiera remolonear un poco más en la cama, pero prometo que me renta esa media hora en el bar, que empieza en blanco y negro y termina con el color que la cafeína te mete en el cuerpo. Me gusta sobremanera que esté la tele de fondo, que los sonidos, los olores y las sensaciones sean siempre las mismas. Es una suerte de comunión matutina con la cotidianeidad. De alguna forma, ese café previo al trabajo es un “Perfecto, todo está en orden. Ahora vamos al lío”, una confirmación de la bendita rutina de la que tanto nos quejamos. Es un tomar impulso en una zona de confort de la que sales revitalizado.
Es complejo de explicar, pero tener un bar de cabecera te da un lugar en el que refugiarte antes de encerrarte un puñado de horas a hacer algo que, probablemente, no sea lo que más te apetece. Que te tengan cogido el corte, como decimos por aquí, y te pongan por delante lo que necesitas sin siquiera pedirlo es de agradecer. Tiene encanto inventarte las vidas de las personas que ves todos los días sin saberte sus nombres. De esos figurantes que parece que están ahí tan solo para dar ambiente, para que tu desayuno parezca más realista, pero para los cuales tú también eres un desayunador sin nombre. Sería demasiado complicado explicarle a un desayunador domiciliario que hacerlo en la calle hace que el día empiece de otra forma, y que otorga un sentimiento de pertenencia que dura treinta minutos pero que te espabila y te inocula un buen humor y una sensación de orden difícilmente descriptible.
Este post puede parecer raro, o simple morralla para rellenar la newsletter, pero la reflexión tiene su causa. Me asaltó este agradecimiento a mi bar de cabecera hace unos días, cuando corrió entre las mesas del mismo la noticia de que se traspasaba. Lo que al principio propició muchas miradas de asombro - y de desasosiego, porque cambiar de bar es una catástrofe para el que tiene uno de siempre -, terminó por convertirse en un mero cambio de dueña - cosa curiosa, porque los mismos clientes ya hemos vivido desde nuestras mesas varios cambios de dueño -. Un alivio para todos, pero durante un par de días tuvimos que desayunar en un bar cercano porque en el nuestro estaban haciendo algunos cambios para su lavado de cara.
Éramos los mismos clientes de siempre, pero estuvimos desubicados y mezclados con los clientes del otro bar, para quienes ese sería el suyo de siempre. Se acabó el sentirse miembro de algo, el personal sabiendo qué quieres y la sensación de estar jugando en casa. Esta suerte de desayuno turista, por mucha calidad que tenga, no se siente igual, y fue entonces cuando pensé - mientras esperaba a mi padre en ese bar desconocido - que si mi bar de cabecera cerrara, mis hábitos matutinos de hace años se irían al traste. Tal es la importancia, en mi vida, de mi bar de cabecera. Tal es la sagrada misión que mentalmente le tengo conferida a esa pequeña cafetería desde hace años.
Cuando abrió de nuevo el nuestro querido bar, con las paredes recién pintadas y cuatro detalles diferentes, más que comparar cafés o calidades de pan entre bares vecinos, nos sonreímos desde nuestros asientos consuetudinariamente asignados, y pedimos con la mirada nuestros diarios lodesiempres.
Esto es una oda a los bares de cabecera. A los bares de siempre, a los que no necesitan que abras la boca para darte lo que necesitas. A los que, a fuerza de reiteración, tienes reservada la primera media hora de la mañana como si el café y la tostada que te ponen ahí - que no son los mejores del mundo, pero son los tuyos - conformaran el ritual más sagrado que una persona puede hacer día a día.
Ay, qué sensación tan nostálgica me ha despertado al leerte! Llevo mes y medio de baja sin ir.
Mi bar de confianza es el que está cerca del trabajo y sea mi turno de mañana o de tarde, me paso un ratito antes de trabajar, y cualquiera de los 3 camareros que están, me ponen el café con leche y un vaso de agua, “lo de siempre” que siempre recuerdan
Si es el hombre mayor, entrañable, con rato de conversación y sonrisas y risas. Si es la mujer, a veces me enseña la foto de su nieto pequeño ,cuando le pregunto qué tal está, o hablamos de libros, siempre llevo uno en la mano. Con el más joven, que es mayor que yo, no hay más conversación que intercambio de sonrisas.
A veces reflexiono sobre la elección del lugar…
podría haber elegido uno más de moda o de gente de mi edad, 43…
✨pero es que me encanta coincidir con personas que podrían ser mis padres y mis abuelos, y saludarnos y darnos los buenos días …y no elegir su mesa, aunque lleguen más tarde, porque sé que es la que eligen…ése intercambio de miradas y a veces sonrisas.
✨Me gusta la sensación de que si hubiera vivido hace años en esta ciudad, igual hubiera ido a tomar chocolate con churros con mi abuela allí
✨Me encanta lo espacioso que es, puedo tener varias mesas alrededor vacías, me da paz
Por eso y por más, gracias…me has hecho sonreír leyendo tu texto 🫂✨
Gracias por compartir tu experiencia en tu bar de cabecera. Yo desayuno en casa pero me pasa con el de la tarde, después de la siesta y los fines de semana en mi bar de cabecera. Pánico me da solo de pensar en su cierre.