Cuando mueren los veranos
En aquellas expediciones de marisqueo, de cubo, redes y escarpines, hoy comprendo que empecé a aprender a separarme.
Te das cuenta de que te has hecho mayor cuando mueren los veranos. Aquellas épocas estivales de finales de los noventa y principios de los dos mil, que se recuerdan hoy con un filtro anticuado y nostálgico, dejan de existir cuando cruzas el umbral al mundo de los adultos. Diría que incluso antes, allá por la pubertad, los veranos de cortarse con las piedras y llorar, los de mirar a la orilla y ubicar la sombrilla de tu madre, ya habían muerto. Pero cuando eres adolescente no te das cuenta porque afloran de tu interior nuevos intereses y planes - todo un mundo por descubrir - que te empuja inexorable a soltar el testigo de las palas, los cubos y la crema solar impuesta con materna violencia.
Es ahora, cuando eres digno de llamarte hombre – o mujer, valga esto también para ellas – que esos veranos amarillos, de helados rosas con forma de pie y chiringuitos del sur con bichos y ochosdelatarde a la fresca, afloran de nuevo. Ahora, cuando los deberes de un mundo con forma de rueda te obligan a girar con sus trimestrales y sus obligaciones objetivas, es cuando más se echan de menos aquellos gritos de gaviotas y aquellas dos horas de resignación pueril esperando a hacer la digestión sin mojarte. Como ahora se dice mucho, “éramos felices y no lo sabíamos”.
En esas arenas de otra década hollé pequeños pies curiosos, acompañado por primos, amigos y demás sanchopanzas, acostumbrándonos al desapego, pero controlados por la base familiar que aquella sombrilla – diferente cada año – representaba. En aquellas expediciones de marisqueo, de cubo, redes y escarpines, hoy comprendo que empecé a aprender a separarme. Cuando la marea baja, deja ante los ojos un mundo que se oculta la mitad del día y que siempre que se deja ver es distinto; y allá íbamos nosotros. Solos – pero más observados de lo que creíamos -, dispuestos a cazar todo tipo de seres diminutos para los que éramos gigantes. La niebla del olvido me ha ensombrecido montones de recuerdos felices, pero las aventuras amarillas de los veranos de aquel cambio de milenio siguen hilvanadas en mi cerebro con ese toque de qué sé yo que tanto gusta de las películas viejas.
En esas arenas me encuentro ahora que soy adulto, y entiendo que las raíces tienen en el mar y en la sal más profundidad si las disfrutaste de niño. Entiendo por supuesto que la gente de interior tiene sus cosas buenas, pero me compadezco en silencio ya que, difícilmente, podrán comprender que el oleaje leve de una marea baja, el barco lejano que nunca puedes alcanzar andando y la camaradería con chicos pequeños solo ataviados con cubos e intenciones, son recuerdos indelebles que quedan en la cabeza y que vuelven cuando eres un hombre. Y ahora, que estoy más cerca de la sombrilla vigilante – la que te daba libertad, aunque a las siete todos de vuelta – me doy cuenta de que aquellas tardes tan analógicas nos forjaron la identidad.
Recuerdo hoy esos flashes de mi sur y de mi infancia, del mar y los barcos, de las redes y los picotazos de cangrejos, de la sangre mezclándose con el agua salada cuando calculabas mal los riesgos de un ostión, de la suelta posterior de todos los animalillos capturados “para que estén aquí cuando volvamos” y de los suspiros en el coche de vuelta, con la sensación del trabajo bien hecho. Recuerdo todo eso y, definitivamente, ya ha pasado el día en que murieron los veranos.
Cuñaaa, carmelaaa, pasteleee!! Jejejeje, qué tiempos! 🥹