Lo que aprendí en mi primer Camino de Santiago
Cambié un viaje imposible de repetir, como es el crucero de fin de curso, por una caminata más dura de lo imaginado en algunos puntos, y no me arrepentí en absoluto.
Hace una década hice mi primer Camino de Santiago. Estaba terminando la carrera (no sin dificultades) y pasando una mala racha en lo personal. Mis dos mejores amigos me propusieron hacer la peregrinación a Santiago sin que ninguno de los tres tuviéramos muy claro de qué se trataba. Pensábamos que era andar por los bosques del norte de España y hacer paraditas para beber cerveza gallega, y aunque no íbamos desencaminados, estos detalles son nimios comparados con todo lo que nos enseñó la travesía.
Disclaimer. Si te gusta este artículo, tiempo después escribí este otro, que también te recomiendo, porque habla de lo que aprendí en mi segundo Camino de Santiago.
Cambié un viaje imposible de repetir, como es el crucero de fin de curso, por una caminata más dura de lo imaginado en algunos puntos, y no me arrepentí en absoluto. Dicen que si haces el Camino una vez, no será la única. Y hoy, diez años después, escribo estas líneas a escasos días de hacerlo de nuevo (de hecho, en el momento en que lo estás leyendo estoy en pleno Camino Inglés). Este post no es una lista de consejos ni una oda a la motivación; es el diario del peregrino en el que resumir las enseñanzas de aquellos días que no escribí con veinte años y que, por algún motivo, he sentido la necesidad de hacerlo con treinta.
La silente cultura del Camino de Santiago
Ya lo he dejado caer, pero quiero subrayar que yo no tenía ni idea del Camino de Santiago cuando nos planteamos hacerlo. Con poco más de veinte años, lo poco que sabía era que existía una peregrinación religiosa antiquísima que iba desde diferentes puntos de España (pronto aprendí que el fenómeno no sólo es nacional, sino global) hasta la Catedral de Santiago, donde reposan los restos de Santiago Apóstol. Hasta ahí llegaban mis sesudos conocimientos de la aventura en la que nos embarcaríamos un par de semanas después. De hecho, con esos prejuicios en mi cabeza post adolescente, era normal que no me hubiera planteado nunca hacerlo.
Una de las cosas que más me llamó la atención durante la organización del viaje, fue la cultura peregrina que hay por todos los sitios de España. Por supuesto, esta camaradería entre aspirantes y amigos del Camino se multiplica por mil en el norte, pero cuando te planteas organizar el tuyo propio, te das cuenta de que tienes cerca de casa varios puntos donde ir a preguntar., informarte y obtener documentación y consejos. Puntos en los que no habías reparado jamás.
Nunca antes me había fijado en la cantidad de Asociaciones de amigos del Camino existentes. Tampoco en las parroquias donde encontrar información jacobea, en las flechas amarillas en lugares plenamente visibles que salpican muchísimas ciudades (sin ir más lejos, en Cádiz o Sevilla puedes encontrar bastantes, si sabes dónde mirar), o en la cantidad de personas cercanas que habían vivido la experiencia del peregrinaje. De algún modo, la cultura del Camino estaba ante mis ojos, pero nunca me había dado cuenta hasta que necesité imbuirme de ella.
Ni que decir tiene que, en el momento en que tecleas “Hacer el Camino de Santiago” en Google, el aluvión de expertos, de foros especializados, de peregrinos deseando echarte un cable y de grupos que dan consejos por el simple gusto de ayudar es abrumador. Esa cultura silente del Camino de Santiago, que no percibes hasta que te metes de lleno a organizar el primero de tu vida, es muy vasta, y está salpicada de personas anónimas que te tienden la mano sin pedir nada a cambio.
Ya he dicho que no voy a convertir esto en un análisis del Camino, porque hay miles de guías y páginas espectaculares para encontrar mejores consejos de los que puedo aportar yo, de modo que no entraré a explicar qué cosas tuvimos que solicitar o comprar antes de empezar. De hecho, voy a dar un salto directo al primer día de camino.
Mi primer aprendizaje fue que existe una cultura del peregrinaje muy fuerte en España, y no somos conscientes de ella hasta que necesitamos de sus integrantes para organizar el primer Camino de nuestra vida. Cuando lo terminas, empiezas a formar parte de esa cultura del caminante, siempre dispuesto a ayudar a otros aspirantes. Porque si haces el Camino una vez, eres peregrino para siempre.
La camaradería entre peregrinos: una forma diferente de relacionarse
Ponte en mi lugar de entonces. Un chaval recién entrado en los veinte años, en un estado de forma (bastante) lamentable y sin muchas ideas de en qué consistía esto de vivir. Imagínatelo ahora andando muchos kilómetros al día y descubriendo que la gente allí era diferente. Acostumbrado a que la mayor interacción con personas desconocidas durante mi día a día no excediera del “Buenos días” en el mejor de los casos, el hecho de que te alcanzara una mujer de cuarenta años, una pareja de jóvenes o un sesentón e hiciera contigo cinco kilómetros contándote todo tipo de detalles de su vida o de su mente, me explotó la cabeza. Y pronto, yo accedí a esa nueva forma de relacionarnos.
En el Camino de Santiago el tiempo se cuenta por etapas, o más bien por kilómetros. Y las personas que te encuentras en un punto, es muy probable que te las vuelvas a encontrar unas horas o días más adelante. Las conversaciones fugaces con extraños que caminan en la misma dirección que tú son pequeñas joyas, y a veces se extienden durante días, divididas en pequeñas charlas de una o dos horas durante etapas diferentes.
Esta camaradería, como me gusta llamarla, encontraba su culmen en la predisposición a la ayuda desinteresada de estos caminantes anónimos. Un hombre con el que no habías intercambiado más que un Ultreia (saludo típico que significa “buen camino”), bien podía convertirse en tu doctor unos kilómetros más adelante, si veía que tú o los tuyos tenían una herida o necesitaban algún tipo de socorro. Recuerdo a peregrinas haciendo masajes en los pies a desconocidos al final de una etapa, a una señora que se ofrecía a curar pompas infectadas y a un par de hombres que ofrecieron sendas espaldas para remolcar a un tercero que no conocían porque sufrió un torcimiento aparatoso.
Pronto me acostumbré a esta tan agradable de tomarnos la vida. De alguna manera, todo peregrino era la pequeña pieza de una maquinaria bien engrasada cuyo único objetivo era que todos, fuera en el estado que fuera, llegásemos a Santiago. De hecho, una noche me vi llamando a varias puertas de casas privadas en un pueblecito porque un peregrino llegó demasiado tarde al albergue y no pudo prepararse cena alguna. También me até una cuerda a la cintura en más de una ocasión para tirar del carrito de bebé de la hija de una peregrina que hizo casi todas las etapas con nosotros, mientras que mis amigos lo empujaban por detrás para cruzar un bosque cuyo terreno era demasiado pedregoso para las ruedas.
Lo segundo que aprendí es que la ayuda pura y simple es el motor del peregrino. La ayuda del prójimo sin esperar nada a cambio, pero con la firme convicción de que si caes, otro peregrino te levantará. Me gustó mucho esa sensación, y es triste observar que, cuando vuelves a casa y te sumes de nuevo en el trajín del día a día, este espejismo se diluye y queda todo en un recuerdo que a veces piensas que está exagerado por ti.
La igualdad estética como impulsora de relaciones sociales
Empezamos el Camino siendo tres, pero entramos en la plaza D’Obradoiro en grupo. En concreto, se creó un grupo de unas diez personas que, quizás porque íbamos a ritmos similares, o quizás porque nos caímos bien, llegamos al final juntos. La experiencia de llegar, tumbarte en la plaza y mirar la Catedral mientras suena una gaita (sí, no es un detalle novelesco, había un gaitero poniendo el toque musical al momento) fue ciertamente mágica.
Y hacerlo con desconocidos que en ese momento se perciben como amigos de toda la vida, entiendo que por la aceleración en la confianza que implica andar, hablar, compartir y ayudarse mutuamente durante varios días, era la guinda del pastel.
El caso es que un momento muy chocante fue ver a los demás compañeros con sus ropas normales. Durante todos los días de peregrinación, el noventa por ciento de personas va vestida con ropa de Decathlon o similares, y los tonos grises, marrones o excesivamente chillones (curiosa dualidad), son los que predominan. No te encuentras a una peregrina con falda, a uno con camisa o a un señor trajeado bastón en mano. Esa ausencia de distinciones elimina de un plumazo todo prejuicio que pudiéramos tener unos de otros.
Es una realidad que lo que nos entra por los ojos por primera vez al ver a una persona, sin que siquiera abra la boca, nos genera una imagen mental de cómo pensará, cómo se expresará, qué inclinaciones políticas tendrá e incluso qué inclinaciones sexuales. Y para ello, la ropa y el estilo de cada cual es determinante. Pues estos prejuicios no existen en el Camino. De hecho, ni siquiera te planteas si la chica con la que has cruzado el último bosque hablando sobre la carrera de arquitectura es de izquierdas o de derechas, ni si la pareja de hombres que te han acompañado charlando sobre alimentación saludable serán policías, economistas o taxidermistas. Los prejuicios basados en lo estético dejan de existir, y reina durante la caminata una igualdad estética perfecta. Los caminantes son meros individuos con sus historias a cuestas, sin que ninguna apariencia nuble lo importante.
Volviendo a mi Camino, fue sorprendente ver el estilo que en el día a día tenían nuestros compañeros de viaje. Todos éramos muy diferentes, y alcanzamos el triste consenso de que, de habernos cruzado fuera de la peregrinación, probablemente ni nos habríamos dado la oportunidad de conocernos.
La igualdad estética de los peregrinos es muy importante para la calidad los lazos que se forjan durante el Camino, toda vez que aparca lo que podemos pensar del otro antes de que se presente, y permite entrar en conversaciones de mayor calado o trascendencia, sin importar nada más que lo que tu interlocutor es, y no lo que parece.
El minimalismo, «lo necesario» y la paz mental
Dicen que la mochila del peregrino no debe superar nunca el diez por ciento de su peso corporal, con un límite de ocho kilos. O sea, que la mochila más pesada que puede (o debe) llevar un caminante es de ocho kilos. Y aunque al principio (si es tu primera vez) puede parecer poco, pronto aprendes que los peregrinos viven de una forma más simple de lo habitual.
Me gustaba mucho saber que todo lo que pudiera necesitar durante mi viaje debía estar, por necesidad, a mi espalda. A lo sumo, en alguna de las mochilas de mis amigos, pero nada más. Esto, pensado fuera del contexto del Camino, parece agobiante, pero la realidad es la contraria. Imagínate que todos los problemas lógicos que puedan ocurrirte durante una semana podrás solucionarlos con algo que tengas a la mano. De algún modo, es esperanzador.
También, en relación con lo que comenté antes, la facilidad de vestirse cambiando pocas cosas (en el Camino lavas, secas y repites modelito más de veces de lo que te gustaría admitir) es liberadora. Lo mismo pasa con el acicalamiento matutino, que a veces se limita a lavarse la cara y los dientes.
Durante el Camino, filosofé mucho con el concepto de «lo necesario», y concluí que lo necesario es muchísimo menos de lo que creemos cuando estamos en nuestra vida normal. La gran mayoría de cosas que tenemos a la mano no son necesarias, y esto se maxifica (o simplifica, depende de cómo lo miremos) durante la caminata. Con unos zapatos, ropa cómoda y una gorra para no achicharrarte, todo lo demás se asemeja mucho al lujo. Se produce durante los primeros días un desapego que, a mi juicio, es muy sano. Aprendes a desprenderte de las cosas que no te hacen falta porque pesan (y el peso no se perdona) y te das cuenta de que no las echas en falta.
En mi caso concreto, además, cambié mi smartphone del momento por un móvil viejo que sólo hacía llamadas, para poder avisar a mi familia de que estaba bien. Grandísima decisión, porque añadí al minimalismo material el minimalismo mental, y el resultado fue tremendo. Sólo tener que preocuparte por tu objetivo diario de kilómetros y por los sellos que tienes que añadir a tu Credencial para obtener la Compostela en la Catedral es muy liviano para la mente.
Durante el Camino de Santiago practiqué el minimalismo material y mental sin siquiera planteármelo. Me di cuenta de que lo había hecho cuando volví a casa y me choqué de bruces con el trajín diario de preocupaciones y objetos innecesarios. Me pareció muy sano para la mente esta forma tan simple de vivir, aunque admito que no podría tomarla como modus vivendi.
El Camino es una alegoría de la vida
Que una ruta lleve tantísimos años vigente, independientemente de que quien la complete lo haga por motivos religiosos, culturales o deportivos, significa que algo tiene. No quiero ponerme místico, pero la ruta jacobea esconde un simbolismo, un “no-sé-qué-que-qué-sé-yo” que hay que plantearse.
Algunos lo llamarán fe, y no lo niego, pero a personas sin fe también les atrapa el Camino. Desde mi humilde punto de vista, creo que esta ruta santa es una pequeña vida, vivida de forma acelerada y al alcance de todos. Es una metáfora vital.
Esconde sufrimiento, dificultades, alegrías, placeres, incomodidades, mal tiempo, bellos paisajes, personas que van y vienen, momentos irrecuperables, límites superados, amistad, cansancio e introspección. Es una vida a escala, que se vive durante los días que le hayas reservado a tu peregrinación.
Tuve momentos sociales divertidos, también largos kilómetros de tristeza y soledad en los que me enfrentaba a mis problemas (que aunque pueriles, eran sofocantes por entonces). También aprendí que los límites que la mente te pone suelen ser excusas para buscar la comodidad, porque el cuerpo aguanta muchísimo más. Pude observar que la honestidad existe, cuando me observé introduciendo dinero en una hucha para pagar unas frutas que cogí de un puesto cuyo dueño no estaba, sin que nadie se planteara no pagar porque no hubiera nadie vigilando. Aprendí de personas mayores que sabían lo que era el Camino, comí y bebí con gente que no he vuelto a ver en mi vida. Me sinceré con desconocidos y aprendí a escuchar a todo tipo de gente, incluso a extranjeros que no hablaban español. Vi a mis mejores amigos disfrutar con personas muy diferentes, lloramos, reímos y nos rendimos alguna vez, aunque siempre llegaba la ayuda peregrina para salvarnos (ya fuera por nuestra parte, o por viajeros anónimos).
Vivimos esa pequeña vida rápida con intensidad. Y en unos días voy a vivirla de nuevo. ¡Buen Camino!
El Camino es una experiencia. Es como poner a cámara súper rápida una vida humana promedio, y observar con atención cómo se sucede, pero sufriendo y disfrutando cada fotograma. El Camino de Santiago me enseñó en unos días una muestra pequeña de una vida entera. Y las lecciones que aprendí me las traje a la vida real, a la que se sucede lento, a la mía.
Uno de mis pendientes, recorrer el camino, yo quiero hacerlo sola, un reto más que le sumaré a la experiencia. Después de leerte se multiplican mis ganas de cumplir ese deseo y sentir ese peregrinaje en mi.
Mi reflexión a este texto me lleva a pensar que no deberíamos dejar de ser un peregrino sea cual sea el camino…sea ayudando en unas escaleras del metro a quien lo necesite o curando a quien esté herido.
En los paseos por la montaña se suele saludar a quien se cruza contigo y luego te sientas en un autobús o tren y ni siquiera te miras, creo que el ambiente que nos rodea nos contagia para bien o para mal.
Me ha encantado. Aquí una gallega 😉