Lo que aprendí en mi segundo Camino de Santiago
Puedo decir que mientras escribo estas líneas soy más fuerte en lo mental, aunque estoy más tocado en lo físico. Espero y me comprometo a poner remedio a esto último.
A principios de agosto hice mi segundo Camino de Santiago. Justo antes de irme, publiqué este otro artículo con todo aquello que aprendí cuando peregriné por primera vez, hace casi diez años. Ahora, en plenos treinta y con una cabeza (creo y espero) bastante distinta a la de entonces, he vuelto del viaje con nuevas experiencias, pensamiento y aprendizajes.
Más por mi mismo que por quienes eventualmente puedan leerlo, publico este artículo. Para comparar mis dos viajes y observar desde el prisma de lo que queda escrito el cambio que su protagonista ha experimentado. Para que sirva como agenda y para que, dentro de los años que haga falta, pueda escribir otro artículo (y otro, y otro, y otro) de mis ulteriores rutas jacobeas y pueda confeccionar así un histórico de mi evolución como peregrino y como persona.
Una década de diferencia se nota en la mente (y en el cuerpo)
El Camino de Santiago me ha costado más de lo que creía. En la primera etapa, por una malísima elección del calzado, me hice daño en los pies. Pude arreglar el desaguisado con plantillas compradas a la ligera, pero el daño ya estaba hecho y consideró divertido mudarse a mi rodilla (a la buena). Así, enfrenté más kilómetros y días de los médicamente recomendables con dos rodillas doloridas. Aunque este pretexto pudiera ser considerado una locura (traumatológicamente hablando), quiero enfocarlo desde otro punto de vista; el de la comparación con el yo de veinte años.
De cuando hice el Camino Francés, no tengo ningún recuerdo traumático en lo relativo al esfuerzo físico (pero matizaré esto más adelante). No estaba en forma por entonces, pero tenía casi diez años menos que ahora, y eso se nota. Tanto en la mente como en el cuerpo.
En el cuerpo, pues está claro. Caminas y estás a otro nivel. No tienes achaques con suficiente entidad como para hacerte parar, y el don de la juventud en su máximo esplendor te otorga lo que diez años más adelante uno se toma como superpoderes. Es cierto que miro atrás y recuerdo una etapa concreta (la temida “rompepiernas”, de Palas de Rei a Arzúa) que fue un suplicio, pero sin más. Los esfuerzos de mi primer Camino terminaban cada día cuando llegaba a los alojamientos. Era llegar, tumbarme y estar nuevo. Todo lo contrario al de este año.
Con mis dolores de rodilla como fieles compañeros, cada vez que conseguía llegar a la meta empezaba mi suplicio diario. Cremas, pastillas, descanso y dolor.
No quiero que este artículo parezca una queja, porque no he podido disfrutarlo más, pero quiero explicar con pelos y señales (para el yo de cuarenta años) cómo ha sido lo malo.
Ahora bien, si estas diferencias en lo físico son notables, las mentales lo son aún más. He dicho que no recuerdo achaques físicos graves en mi primer Camino, y es cierto. Pero sí recuerdo que ante situaciones menos exigentes que las que he sufrido esta última vez, me venía abajo mucho antes. Era más débil en lo mental; me rendía ante menos sufrimiento. Y este punto me parece de lo más interesante.
Parece que estos diez años me han hecho tomarme los problemas de otro modo. Y estoy convencidísimo de que la mente es más importante (o al menos igual) que las piernas, incluso para caminar. He aprendido que el dolor puede enfocarse de otra forma. Que no hay que dejarse llevar por la autocomplacencia y que el descanso siempre llega.
Puedo decir que mientras escribo estas líneas soy más fuerte en lo mental, aunque estoy más tocado en lo físico. Espero y me comprometo a poner remedio a esto último.
No hay que subestimar a la mente
Cuando estás cansado físicamente, lo más probable es que puedas muchísimo más de lo que crees. Varias veces al día noté esta sensación: estar a un nivel de no poder más pero sacar fuerzas de algún lugar desconocido, y avanzar, sin más, por varias horas. En muchas ocasiones llegué a plantearme la siguiente pregunta: ¿De verdad estaba cansado hace una hora?
La magia de la cabeza. No somos conscientes, yo el primero, de hasta qué punto hay que entrenar a la mente. Y creo que el Camino es un buen inicio, porque la sometes a un entreno duro y sufrido que la endurece. Cuando no tienes más opción que seguir, cuando tus únicas herramientas son tus piernas, y estas no responden, es la cabeza la única herramienta que te queda para demostrarte (al menos en los primeros compases del cansancio) que solo estás poniéndote excusas.
Estamos muy acostumbrados a estar cómodos, y las alarmas de la incomodidad saltan mucho antes de que el cansancio con mayúsculas haya siquiera asomado por el horizonte.
Durante este Camino he aprendido que el cuerpo no te avisa del cansancio, sino que primero te preavisa. Y entre este preaviso y el aviso real, el que implica que debes parar (porque la mente no es una garrafa de gasolina infinita, todo sea dicho, y ahora hablaré sobre ello), hay un trecho bastante aprovechable. Caminar fuera de tu zona de confort, aceptando el dolor pero a la vez sorprendiéndote de que eres más y mejor de lo que tu cómodo cuerpo te dicta, es una sensación de lo más reconfortante. Esta dualidad dolor-orgullo (siempre que no exceda lo saludable, que no quiero que esto parezca un “si quieres, puedes”), es otra de las enseñanzas que la Ruta me ha brindado.
Aprender a parar es otra forma de llegar
También aprendí que lo anterior, de todos modos, tiene un límite. Y esta enseñanza fue la más dolorosa de aprender.
Mi rodilla izquierda, a seis kilómetros del albergue de la penúltima etapa, dijo basta. Era una etapa fácil, llana y bonita. No había grandes subidas ni un terreno especialmente dificultoso, pero creo que la suma de kilómetros de los días anteriores y el sobreesfuerzo me dejaron la pierna tiesa. No conseguía avanzar ni con el bastón. Noté un dolor distinto, y aunque mi novia me insistía en que parase, quise continuar. Pero a los doscientos metros, se acabó. La articulación dejó de responder y el dolor me hizo gritar (nunca había gritado de dolor).
Me vislumbré a mi mismo llegando al albergue cojeando, pero arrastrando la cojera a mi día a día, a mi vida real post-camino. Y tras una conversación con mi novia, a la que agradezco que pusiera la cordura que yo no tenía en ese momento, pillamos un taxi que nos dejó en el siguiente pueblo.
“Hay que saber parar”. Siempre se dice esa frase, pero al menos yo nunca la había interiorizado tanto como aquel día. Creo que si no hubiese parado, el resultado hubiera sido peor. Mi hermano y mi cuñada siguieron caminando, y llegaron al destino más de una hora después, cosa que dudo que yo hubiese conseguido.
Estoy flexionando la rodilla mientras escribo estas líneas, y mientras recuerdo esta anécdota soy consciente de que, si hubiera seguido, seguro que no podría estar haciéndolo.
He escrito al principio que esta enseñanza fue la más dolorosa de aprender, y no lo digo solo porque el episodio fuera físicamente doloroso, sino porque la cabeza se negaba a aceptar el STOP. Me llevé varias horas triste, considerando que había echado a perder el Camino, que “no lo había hecho entero” y que había arruinado la experiencia de mi novia (que tenía capacidad plena para terminar la etapa, pero se quedó conmigo incluso ante mi insistencia de que siguiera).
Ahora, pensándolo en frío, ¿qué son seis kilómetros en un viaje de ciento veinte? ¿Merece la pena arriesgar la salud? ¿Acaso mi Camino no es válido tras esta historia? Al contrario de lo que pueda parecer, esta (un poco vergonzante) experiencia me parece de las más valiosas para la vida. Parar no para rendirse, sino para coger impulso.
La ayuda como forma de vida
Hablé en el primer artículo sobre la camaradería que rige las relaciones interpersonales entre peregrinos, y esta sigue intacta. Es precioso ver cómo las personas que tienen el mismo objetivo que tú (caminar, caminar y solo caminar) te brindan ayuda sin solicitarla. De hecho, en este Camino he visto cómo ese espíritu altruista nos ha imbuido a todos, paulatinamente, hasta que nos hemos visto saludando, sonriendo y tratando echar un cable a cualquier compañero caminante que encontrásemos en nuestro camino. Es enriquecedor.
Pero hay algo que me ha marcado mucho más. Las personas cuya forma de vida es ayudar al peregrino. Y aunque hemos encontrado muchas de estas “estrellas del Camino” (como se les conoce por allí, a raíz de una campaña publicitaria de una conocida marca de cervezas), tengo que escribir lo que vivimos en Casa Avelina.
La etapa más dura del Camino de Santiago Inglés empieza en Betanzos y termina en Bruma, un pequeñito pueblo (diminuto, más bien), que sirve como descanso tras muchos kilómetros de cuestas y una ausencia acusada de servicios como bares o fuentes. Si a esta poco esperanzadora etapa le sumamos una ola de calor de lo más violenta y más de diez kilómetros con las cantimploras vacías porque habíamos tenido que tirarnos el agua por encima para no quemarnos, la cosa se pone calentita (nunca mejor dicho).
Hubo un momento en el que mi novia y yo nos despedimos de mi hermano y mi cuñada, y aligeramos el paso ante la infinidad de cuestas que las guías nos mostraban. Ellos prefirieron afrontarlo con más calma, pero nosotros, a la vista de que mis piernas estaban en un momento inesperadamente dulce, aprovechamos y tiramos millas sin miramientos. Al principio fue bien, pero poco a poco los ánimos nos fueron abandonando y nos vimos descansando sin agua y sin sombra en medio de preciosos bosques a más de cuarenta grados.
Aún no sé de dónde sacamos la fuerza, pero tras mucho tiempo conseguimos ver la carretera que auguraba que Bruma estaba cerca (aunque el concepto cerca es muy relativo en pleno Camino). Nuestras piernas respondían, pero nuestra cabeza lo hacía cada vez menos. La sed tampoco ayudaba, y el calor prefiero no recordarlo. Fue entonces cuando me pareció ver un bar. Fue como si hubiera visto las puertas del Cielo.
Al llegar, vimos a muchos peregrinos descansando. Algunos reían, otros aún recuperaban el aliento porque acababan de sentarse, pero todos nos saludaban. “Entrad, entrad, os atenderán muy bien”.
Fue poner un pie en el pequeño bar y una señora pequeñita que rondaría lo sesenta nos quitó las mochilas, nos sentó en una mesita, nos trajo bebida y nos puso los pies en alto. “No hace falta, señora, de verdad, lo puedo hacer yo”, le dije, pero ella me mandó a callar con una amabilidad suprema y me sonrió. Se agachó y cogió mis piernas, una y después la otra, poniéndolas sobre un taburete. Se alejó a un arcón y trajo hielo. “Así te aliviarás, bonito”, me dijo.
Lo mismo con mi novia. “¿Qué quieres beber, guapa? ¿Estás bien? ¿Quieres que te acompañe al cuarto de baño?”. No sé si parecerá que estoy exagerando, pero esa señora, que hacía esto a diario con multitud de peregrinos, nos dio una lección.
Estuvimos en Casa Avelina más de dos horas, y tanto Avelina como su hermana nos trataron a todos como su fuésemos sus hijos. En ese corto periodo de tiempo, un señor se desmayó y lo ayudaron, llamaron a un farmacéutico para que trajera medicinas para otra persona, cuando llegaron mi hermano y mi cuñada se comportaron con ellos de la misma forma que con nosotros. Mostraban un amor por su trabajo, un altruismo y una sonrisa eternas. Y así con todos.
Antes de irnos, nos preguntaron cuál era nuestro albergue. Se lo comentamos y, como estaba a un kilómetro, me dio un número de teléfono para que nos recogieran en coche en el bar. Todo eso mientras hacían ademanes con la mano ante nuestros “gracias”, como restándole importancia a su forma de ser. “No me cuesta trabajo, hijo”, decían.
Antes de irnos, cuando nos estábamos montando en el coche que nos llevaría al albergue, le dije a una de ellas: “Son ustedes las verdaderas Estrellas del Camino”.
Volvió a hacer un ademán con la mano, casi azorada, y cerrándome la puerta dijo con una sonrisa: “Es nuestro trabajo, hijo”.
Todavía nos acordamos los cuatro de esta experiencia, y todos coincidimos (y estoy seguro de que también les pasa a los otros peregrinos que pululaban por allí aquel día) en que hay personas cuya forma de vivir es la de hacer que los demás vivan mejor.
Desde este humilde blog agradezco a las hermanas de Casa Avelina el esfuerzo por hacernos sentir bien, y la enseñanza que, seguro sin ser conscientes de ella, nos brindaron ese día de calor insoportable.
A veces, estar solo es la mejor compañía
Por último, quiero hacer un brevísimo apunte, convencido de que nadie llegará a este punto del artículo porque, aún sin haberlo revisado, creo que me ha quedado demasiado largo, y es en lo relativo a la soledad.
Cuando tenía veinte años, esa palabra era la que más me asustaba. No sabía, no quería y me aterraba estar solo. Pero ya no me refiero a la Soledad (con mayúscula) grave, la que de verdad implica que nadie te tiene en cuenta ni te quiere, sino que la simple soledad física me causaba un rechazo atávico, muy preocupante.
Esa es otra de las grandes diferencias que he notado durante este Camino con respecto al primero. Si bien la compañía con la que lo he afrontado no podía ser mejor, ha habido momentos en que he necesitado caminar solo. Quizás fuera el dolor, la dificultad de algunos tramos, el calor sofocante o el montón de problemas que nos sobrevuelan a los treintañeros, no lo sé, pero sentí en momentos la pura necesidad de centrarme en mi propia respiración y avanzar sin más.
Considero que esta comunión con uno mismo es importante, y cobra especial interés cuando se hace por necesidad en un momento de incomodidad. Recurrir a uno mismo como última herramienta para sobrellevar una situación difícil debería ser algo normal. Al fin y al cabo, aunque otras personas puedan hacerte el camino (y el Camino) más llevadero, hay momentos en que solo tú puedes ayudarte. No puedo extenderme mucho más en este punto, porque aún estoy aprendiendo al respecto.
He aprendido que querer estar solo es muy importante, y ello no implica nada malo, ni para contigo ni para con los demás. Repito, estar haciendo mi viaje favorito con mi pareja, mi hermano y mi cuñada es una experiencia difícilmente comparable con nada. Pero compaginarla con momentos de decir “quiero estar solo, dejadme un poco atrás” es también muy sano. Y más sano aún que los demás lo respeten.
Aquí no puedo añadir más, porque como digo, sigo aprendiendo. Solo un consejo (o dos): si necesitas estar solo en algún momento, dilo. Y si alguien te pide espacio porque quiere estar solo, no te lo tomes mal y dáselo. Ello no significada nada malo.
El punto y final a mi Camino de Santiago Inglés, la segunda ruta jacobea que he hecho en mi vida, lo pongo con este último pensamiento que acabas de leer. Espero que el texto completo no se tome como un compendio de cosas malas, porque mi intención es bastante contraria a eso. Sea como fuere, no voy a cambiar nada, porque llevaba días queriendo escribir este artículo, y creo (sin haberlo revisado aún), que el resultado expresa muy bien lo que quería transmitir.
Ultreia
Nuevos caminos, nuevos aprendizajes y desafíos.
Las experiencias plasmadas en este texto son VIDA…así en mayúsculas 😌🙌🏼
Maravilla... Ya te veo haciendo el Portugués 🙂