De qué hablo cuando hablo del mar
El mar comparte algo con el cielo. Esa atracción imposible, esa incompresión de su extensión, ese magnetismo que nos embelesa.
No pretendo hoy traer párrafos sesudos sobre conceptos que me traen de cabeza los últimos días. No quiero llenar tu bandeja de entrada con intrincadas ideas o reflexiones que demanden de ti un ejercicio de introspección esta semana. Hoy no planteo preguntas, ni siquiera busco respuestas. El post de hoy es meramente contemplativo, podríamos decir.
Hoy hablo sobre el mar, sin más. Sobre lo que representa, lo que implica y lo que significa, máxime si vives cerca de él. Y sobre la soberana pena que me parece que no todo el mundo lo tenga al alcance de un paseo corto.
Releo el post después de haberlo terminado, y observo que es una especie de puzzle de conceptos. Lo presento tal y como ha salido de mi cabeza, sin muchos arreglos, porque me gusta el resultado. Espero que transmita lo que pretendo.
El pasado fin de semana me di un baño en el mar y por un momento todo lo demás sobró. Estaba en Cádiz, y mi hermano me vio observando el amplio azul que se extendía hasta el infinito ante mí. No sin sorna, al verme con agua al cuello de espaldas a la orilla, me preguntó si estaba pensando en mi próximo post para Sapientia. Y lo cierto es que llevaba razón.
Como persona que vive cerca del mar, una suerte que es difícil de explicar para aquellos que lo consideran una masa de agua informe a la que acudir en agosto, estos primeros baños de verano son como un ritual. Adentrarme en el mar por primera vez después de los meses de secano, me hace conectar con las raíces, de las que hace un tiempo ya hablé.
El mar es de esa clase de fenómenos inabarcables a los que nos resignamos, porque domarlos, siquiera entenderlos, excede por mucho nuestras capacidades como seres más poderosos del globo, como nos autodenominamos. Y confirmas que un baño en la playa no es un simple remojo cuando te das cuenta de que lo que sientes en él no lo sientes en una piscina. Esta última posee la obvia cualidad lúdica, de remojo. Actúa como refugio del que no puede zambullirse entre las olas porque vive en una ciudad de interior. Pero como obra humana, no tiene tanta capacidad para hacernos replantearnos ciertos aspectos primordiales, como sí tiene su contraparte natural.
La inmensidad del mar es diferente. La infinidad, la autopercepción de pequeñez y el miedo a la amplitud inabarcable asoman cuando tienes a bien bañarte en el mar. Y si lo haces solo, con la presencia puesta en cada vaivén, observando aquello que no se ve, y tratando de perderte en esa línea tan importante tras la que el propio Sol se deja morir cada tarde, esas sensaciones se pueden palpar al instante. Y en eso pensaba el otro día en Cádiz.
El respeto que en lo personal me infunde el infinito azul tiene un componente atávico. Es como si las neuronas más antiguas, esas que contienen aún retazos de lo que creemos que ya no somos porque hemos evolucionado, despertasen y se pusieran en alerta. Me gusta percibir el mar como un memento de que no soy nada, un recuerdo que incita a pensar en que solo vivimos un segundo. Que esas olas, siempre diferentes, han vivido, viven y vivirán generaciones que nosotros siquiera podemos aspirar a imaginar.
Leía hace poco una novela en la que se hablaba de las antiguas divinidades paganas, de los primeros dioses que los humanos nombraron. De esos prehistóricos acercamientos que los protohumanos tuvieron con lo divino, encontrando a sus dioses en un cielo nocturno, en los sonidos de un bosque frondoso y, añado yo, en la inmensidad del mar. Entiendo que esos primeros hombres que no eran conscientes de serlo, en esas ansias de trascendencia, otorgaran la divinidad a elementos naturales que hoy percibimos como simples partes del lienzo en el que nos ha tocado vivir. ¿Acaso el océano no tiene la fuerza de mil humanidades? ¿No es lógico que nuestros antepasados lo percibieran como una entidad divina, atendiendo a su poder? La obvia permuta lógica de entenderlo como un dios, llámalo Poseidón, Neptuno o Mama Cocha, me hace conectar con ellos cuando me doy estos primeros baños del verano.
No puedo evitar pensar en las grandes gestas que se dieron entre las aguas de todos los mares. Viajes sin aparente retorno que empezaron con promesas de tierras lejanas y finalizaron con lo que hoy entendemos como globalización. Pienso en vikingos, en conquistadores, en viajeros, en los primeros pescadores. Pienso en la cultura mediterránea, que nació al abrazo del mar que le da nombre. En imperios, filosofías y musas que salieron de sus aguas para ilustrar a escritores en los que hoy nos perdemos. Me hago a la idea del montón de guerras que se han sucedido en las mismas aguas que hoy usamos para refrescarnos, y me doy cuenta de que el mar trasciende a los contextos porque los ha vivido todos. El mar no necesita contextos, sino que los da.
Hoy, con la vida rápida que nos ha tocado vivir, damos tantas cosas por hecho, que no nos paramos a pensar en lo inmenso, en lo que ya estaba aquí. Tan solo nos damos un par de ahogadillas, saltamos cuatro olas, y a secarnos al sol, que hay que descansar porque el lunes hay que producir. Pero no nos planteamos más allá. No imaginamos que el placer que nos otorgan las primeras orillas, esas cercanas a casa, es directamente proporcional a la destrucción que asola el interior del mar. No pensamos en todas las criaturas abisales que desconocemos. En los aviones y barcos que las aguas se han tragado. En las leyendas que han poblado los mares desde que el hombre se reúne alrededor del fuego, porque necesitamos desde siempre explicar su grandeza a través de inventos que trascienden las eras.
Me gusta pensar en el mar como en una entidad que nos permite habitar la Tierra. Una masa que, en su nobleza, nos ofrece su frescor y sus frutos, sabedora de que, mientras nosotros nos creemos invencibles, un mínimo alarde de su fuerza podría acabar con todo lo que fuimos. Y ese respeto no hay que perdérselo jamás.
Quizás, vivir cerca de su oleaje me hace percibir su peligro. Entiendo que el turista dominical que alquila un piso en algún pueblecito en agosto tan solo piense en el mar como en un sinónimo del rato de placer que la vida le permite al año. Pero eso es porque no lo ve en invierno, cuando arrecia la lluvia fría en su superficie. Cuando llega la noticia de que un barco pesquero no ha vuelto. Cuando una marejada más fuerte de la cuenta inunda varias calles aledañas al paseo marítimo. Cuando la niebla no permite más que imaginarse los kilómetros que se expanden hacia el más allá, hacia lo que otrora se percibió como el finis mundi.
El mar comparte algo con el cielo. Esa atracción imposible, esa incompresión de su extensión, ese magnetismo que nos embelesa. Pero aquél tiene el componente de la cercanía, la posibilidad de mojarte los pies, de visitarlo en la moto, de sentarte a leer a su vera. Vivir cerca del mar actúa como constante recuerdo de que no podemos controlarlo todo. De que hay fuerzas, qué sé yo si creadas, surgidas o inventadas, que están ahí y nos superan con creces.
Este post es raro, porque puede parece que temo al mar, cuando realmente lo estoy alabando, y admitiendo que no concibo mi vida lejos de él. Soy reacio a la playa, a las aglomeraciones y a la arena hasta las trancas, pero en contra, el mar me llama en todas sus versiones. Me gusta todo el año: cuando no es un plato, cuando está oscuro y cuando la bandera roja indica que puede quitarte la vida. Me abruma cuando lo oigo enfurecido y me embelesa cuando su leve oleaje es el único ruido constante que no me desconcentra, que no me saca de las páginas de un buen libro.
Todo el mundo debería poder vivir cerca del mar, porque la cura de humildad que te enseña cuando se embravece es digna de ser experimentada. Y creo que en esta época de ruido y de velocidad, plantarnos ante lo primigenio nos hace recalibrar muchos aspectos. No quiero que esto se perciba como una arenga neohippie, porque si me has leído te habrás dado cuenta de que no soy así ni de lejos. Lo que hago es un llamamiento a no darlo todo por sentado, a sentarnos a pensar, alejados de correos electrónicos, mundanal ruido y aplicaciones de turno, en las maravillas que tenemos ante los ojos pero que no vemos porque no las miramos1.
Fíjense qué baño más productivo me di el otro día en Cádiz. Algo tendrá la Tacita de Plata, que hace a uno pensar en todo esto mientras se limita a remojarse mirando al horizonte.
Pd. Le dedico este post a J, mi J. Porque es la persona más amante del mar que conozco, y porque gracias a ella, ahora percibo la grandeza del mar como parte misma de mi identidad.
Este autor se niega a aceptar la última inexplicable decisión que la RAE ha tomado con respecto a “ver” y “mirar”, que ahora toma por sinónimos. Para mí, ver no implica atención, mientras mirar sí. La diferenciación es tan profunda que me niego a asumir esta nueva simplificación del lenguaje. Y con este apunte, te insto a leer de nuevo la frase de la que saqué este pie de página.
Te escribe alguien que no vive cerca del mar, desafortunadamente, pero que creció cerca de las aguas del mar Caribe. En una lancha mi papá me enseñó a pescar, a esquiar, a pasear por los cayos, a buscar puerto seguro cuando venia la tormenta y las olas se encrespaban y bramaban con espuma blanca. Asi como hay gente que se tranquiliza viendo un paisaje montañoso, yo me tranquilizo y encuentro paz contemplando el mar. He mirado el mar Mediterráneo, el Atlántico y el Pacífico... nombres diversos para esa inmensidad azul y verde. Y siempre la necesidad es la misma: sambullirme y permanecer por mucho rato nadando y flotando jugando a no asustarme porque no toco fondo.
Voy todos los días del año a pasear por la orilla del mar, no me canso de mirarlo. Cada día me vuelve a enamorar su grandeza y su belleza