Cuando vuelves a esos sitios que ya no son tuyos
Volver como turista de un rato a un sitio que te acogió y te abrazó con sus efluvios, como digo, se hace raro.
El fin de semana pasado estuve de visita en Sevilla, la ciudad en la que viví durante varios años en mi etapa universitaria, y sentí que ya no era la misma. Sus calles, sus plazas y su olor eran iguales, pero la ciudad era otra. Y ya no era mía.
La visité, que no la viví, y esa diferencia en la relación con los lugares me hizo decidir, al pie de la Giralda, el tema de este artículo. Sobre cómo cambian los lugares cuando pasa el tiempo y vuelves en calidad de visitante. Sobre sentirte un extraño en sitios que un día fueron tuyos. Sobre la sensación de pérdida mezclada con una nostalgia preciosa que asoma en cada recoveco. No pretendo dividir esta disertación en subtítulos sesudos, hoy prefiero dejarme llevar, como por sus calles. A ver qué sale.
Como acabo de decir, viví en Sevilla durante varios años hace una década ya. Esa época dorada de Universidad, en la que (si tienes suerte) tus mayores problemas son ir a clase y no suspender demasiado, tuve la suerte de vivirla en tremenda capital. Mi paso de adolescente imberbe a hombrecillo se dio allí, de forma paulatina y a fuerza de leves responsabilidades derivadas de no estar con papá y mamá a diario. Fue una época curiosa, porque recuerdo que por entonces estaba muy agobiado, pero ahora su recuerdo es precioso. Cosas del tiempo, que todo lo pule.
El caso es que mi relación con Sevilla fue variopinta. Al principio, me causaba pavor irme de casa, si bien poco a poco me acostumbré a las bondades de vivir con mis amigos. Obviando el imaginable desorden de un piso de tres veinteañeros, aquellos años fueron una sucesión de hacer lo que nos diera la gana y ser felices sin saberlo, inconscientes de que la vida de verdad, la de adulto, llegaría poco después con su fuerza apisonadora y nos borraría de un plumazo la sensación de ser invencibles.
Recuerdo mi barrio. Fue la primera y única vez que tuve un barrio propiamente dicho. Tenía cerca todos mis servicios. Mi centro comercial, mis bares de tapeo, mi chino de confianza y mi supermercado. También mi ferretería, mi frutería y mis parques. Aquella porción de la ciudad era mía de algún modo, y la sensación de pertenencia era tan sincera que uno llegaba a convencerse de que vivía allí de verdad, y no de prestado.
También recuerdo a mi vecina. Una señora mayor que nos tocaba a la puerta cada vez que compraba cerveza, y a la llamada de mis niños nos sentaba en su sofá a comer queso y patatas fritas, mientras nos contaba lo poco que la visitaban sus conocidos. Ahora me doy cuenta de lo infantil que yo era por entonces, porque han pasado muchos años hasta que me he dado cuenta de lo triste de aquella situación, que yo vivía como algo meramente divertido. Como quien iba a visitar a la abuela del otro lado del pasillo que nos agasajaba con manjares a cambio de un rato de compañía. Una abuela que ya debió fallecer y nunca lo supimos.
El centro. Ay, el centro de Sevilla. Esa avenida infinita que te obsequia con la catedral gótica más grande del mundo. Con un Archivo de Indias impresionante y con una Giralda que se yergue orgullosa, como si fuera necesaria entre tanta belleza. Abruma de esa forma que ya escribí una vez por aquí, de veras que sí. Pero cuando era ciudadano de Sevilla nunca la disfruté en tal sentido. Quizá porque en esas edades uno no tiene el cerebro preparado para los finales, y no se plantea disfrutar de las cosas como si algún día no las tuvieras a mano, porque con veinte años todo se percibe inmutable. Recuerdo el Parque de María Luisa, con esa Plaza de España que no tiene igual en el mundo. Los coches de caballos, los guiris que se cuentan por cientos y el olor a azahar, u olor a Sevilla, no sé qué es más correcto. La mayoría de esos detalles imperfectos y diminutos que conforman la sevillanía no los supe discernir hasta que me fui. Y no los he disfrutado con lentitud hasta que, tiempo después, ya con mi ciudadanía gaditana recuperada, he vuelto a sus calles.
Volver como turista de un rato a un sitio que te acogió y te abrazó con sus efluvios, como digo, se hace raro. No fue lo mismo visitar Burgos, por poner un ejemplo, que volver a Sevilla, porque esta última ha vivido parte de mi vida conmigo y aquella era para mí una simple ciudad preciosa, como tantas. Seguro que a ti, que lees esto, te viene a la mente algún lugar que ya no es tuyo pero que lo fue algún día. Si lo vuelves caminar, si te pierdes un rato por esos lares antaño de tu propiedad, observarás a cada paso escenas vitales que ya no existen pero que fueron episodios de la vida del individuo que hoy observa. Y estar cerca de los sitios donde ocurrieron los recuerdos felices los sacraliza, los hace más puros. Casi se reviven.
Este fin de semana fui un turista más para algún estudiante que hoy vive en su Sevilla de alquiler, ignorante de que dentro de unos años, si vuelve a su hogar, esa ciudad será el escenario de un montón de recuerdos que hoy está confeccionando. Porque la vida muta y los sitios, aunque sigan ubicados siempre en el mismo lugar, se divorcian de nuestras vidas por mero azar. Estas separaciones nos las planteamos con respecto a la gente, pero no con los sitios aunque también ocurran. Es volver a verlos un ejercicio de nostalgia pura, una rememoración de una relación preciosa que acabó sin culpa de ninguno. Y en mi caso, con el agravante desgarrador de que la pareja perdida es preciosa. Infinitamente bonita, irrepetible diría. No hay otra ciudad como ella en lo puramente bello, y eso molesta.
Yo viví en Sevilla, digo a veces con orgullo, como si no hubiera superado esa ruptura. Y la gente me mira y no me entiende, y yo no digo nada más, con la prudencia condescendiente del que ha vivido Sevilla y no quiere restregárselo con saña a nadie. No es bueno fardar, nos decimos los exs de tan bonita ciudad. Y sonreímos.
Es raro, porque tengo Sevilla suficientemente cerca como para visitarla cuando quiera, pero no lo hago casi nunca, lo que hace que volver sea más especial cuando sucede. Y siempre la paseo admirando esos trozos de mi vida. Es como dar una vuelta por trocitos de mi pasado, una suerte de máquina del tiempo que siempre me espera a cien kilómetros de casa.
Me sorprendo durante esos paseos copando las conversaciones con anécdotas ya añejas, señalando edificios que eran otra cosa en mi época, bares que siguen existiendo, calles donde se vivieron borracheras perfectas y parques donde aprendí a tocar la guitarra. Y esa esquina, y la avenida de la que fue mi casa, y la estación de autobús, y la facultad. Qué bonito es caminar por los recuerdos.
Todos tenemos una Sevilla. Ya sea una ciudad, un barrio, una calle, una casa. Y volver a estos sitios, ya sin ser nadie, cargados de pasado en la cabeza y dispuestos a rememorar con ilusión, es algo que recomiendo. Pero hay que intentar recordar también lo malo, porque caminar con la nostalgia como única compañera durante estos paseos es harto peligroso. Nada fue perfecto, y precisamente por eso hoy el conjunto lo es. Los vaivenes, los malos ratos y los llantos también han de ser recordados. Las rupturas, los suspensos y las penas. Las despedidas y los chaparrones, ya sean del cielo o de la mente. Porque la vida también tiene esas cosas, y traerlas a colación hace aún más puro el paso por los lugares que una vez fueron y en los que hoy ya no somos.
Pero repito, en mi caso es peor. Esa agravante sevillana es horrorosa, de verdad. Nadie lo explicó mejor que Antonio Gala, y para qué añadirle nada a una frase tan perfecta:
“Lo malo no es que los sevillanos piensen que tienen la ciudad más bonita del mundo; lo peor es que puede que tengan hasta razón”.
Hola, Edu! No sé muy bien cómo lo haces, pero tienes la capacidad de describir tus experiencias cotidianas de una manera tan cercana y "relatable", que resulta fácil resonar y sentirse identificado/a contigo... y es muy bonito, porque acabas haciéndonos sentir a todos como que te conocemos de toda la vida y que somos colegas desde parvulario. 😂 Tienes el don de generar resonancias en todo lo que escribes.
En esta carta me ha vuelto a pasar: nunca he pisado Sevilla, y aun así he podido empatizar con absolutamente todo lo que nos has contado (yo tengo varias ciudades que fueron "mías" y que ya no lo son).
Una experiencia con la que es fácil conectar. Me pasó lo mismo al volver a Ámsterdam el año pasado, después de 12 años. Sientes que te han robado algo, pero en realidad fuiste tú quien se fue.