Lo que pregunté a unos condenados por asesinato (experiencia real)
Te invito a que sigas leyendo, porque de veras, creo que las siguientes líneas dan mucho que pensar. Hay conversaciones con presos, violencia, terroristas y mucha introspección.
La primera y única vez que visité una prisión de máxima seguridad, hace ya unos años, aunque lo hice durante el estudio de un máster en derecho penal, fue una experiencia brutal. Y no tanto por motivos sangrientos, violentos u oscuros, sino porque la falta de libertad que se respiraba allí oprimía el pecho como un martillo neumático. He reflexionado mucho sobre aquel día, y creo que este post puede ser de los más interesantes en cuanto a experiencia personal de los que he publicado en Sapientia.
Te invito a que sigas leyendo, porque de veras, creo que las siguientes líneas dan mucho que pensar. Hay conversaciones con presos, violencia, terroristas y mucha introspección. Y eso no es clickbait.
Mi primera impresión al entrar en una prisión de máxima seguridad
Como te podrás imaginar, no voy a entrar en detalles respectivos al centro penitenciario en cuestión. Tan solo diré, con la mano en el pecho, que hablamos de uno de los centros de máxima seguridad de España. Fin.
No sé si has estado alguna vez en una cárcel. Ya sea como preso, como visitante o como profesional de cualquier índole. Hay gente que dice que la cárcel no es para tanto, y yo no puedo estar más en desacuerdo. La cárcel es terrorífica. Es un amasijo de ladrillos construidos para que no puedas irte hasta que te lo permitan. En la que yo estuve, al ser de máxima seguridad y tener varias décadas, su forma era opresiva, había concertinas retorcidas en lo alto de los muros, los pasillos eran estrechos y grises y se respiraba un ambiente cargado, una mezcla de sudor, lejía y tristeza. Entre una zona y otra había exclusas de seguridad para evitar escapes y líneas en el suelo para recordar a los reclusos de dónde no debían salirse al caminar por las zonas de tránsito. Luces LED, como de quirófano, reinaban en cada sitio. Esas luces blancas que no por brillantes restaban oscuridad a la estancia, sino que conferían una decadencia quirúrgica al lugar. Y cámaras de seguridad siempre observando, como en la novela 1984, que tanto disfruté.
Si me lees desde Latinoamérica, te estarás riendo de mi descripción. Soy consciente de que las prisiones de aquellas zonas del mundo hacen que esta que describo parezca un resort. Creo que mis impresiones se multiplicarían por cien si estuviéramos hablando de una prisión de allí.
Recuerdo que al entrar, con un grupo de compañeros del máster, nos indicaron los funcionarios que en aquella cárcel había una acusada falta de personal, de modo que eso, sumado a que los recluidos allí eran los autores de los peores delitos que nuestro Código Penal tipifica, nos mantuvo en un constante estado de alerta.
Tras ciertas indicaciones del funcionario que nos guio, en la que advirtió a las mujeres que no dieran ningún dato personal a los presos, porque se los iban a pedir (cosa que efectivamente ocurrió), nos adentramos con él para visitar las celdas.
Cómo las celdas hablan de los presos
Para imaginar todo esto, he de dejar claro que los visitantes íbamos por dentro de la prisión, por donde estaban los reclusos, aunque acompañados por un funcionario. Este no era de seguridad, sino un psicólogo penitenciario. En el pequeño universo que la prisión contenía, aquel hombre era la encarnación de la autoridad, y es cierto que su palabra aplacaba a cualquiera de los muchos que se nos acercaron, que nos increparon o que se esmeraron en conseguir una simple mirada de cualquiera de mis compañeras.
Uno de aquellos hombres, cuando pasamos por el patio, se levantó y me miró fijamente. Sonriendo, se pasó el dedo por el cuello haciendo el gesto de cortárselo. Rápidamente, te podrás imaginar que le retiré la mirada y seguí adelante. Tras de mí, escuché sus risotadas acompañadas por las de otros hombres que estaban sentados al sol. Imagino que sería su juego, atemorizar a jovenzuelos, pero lo cierto es que lo consiguieron. No voy a hacerme el valiente.
Cuando llegamos a las celdas me sorprendieron mucho. Al ser una cárcel cuyos internos eran peligrosos, no existían módulos con celdas dobles, de modo que todos vivían aislados y solos. Pudimos ver varias de ellas, y entre la multitud de objetos que se observaban, así como en su disposición, se intuía la personalidad de sus dueños. Una nos llamó la atención porque estaba muy ordenada, y dentro del difícilmente respirable olor que allí reinaba, olía mejor que las demás. El interno de aquella celda era ordenado, leía mucho (estaba atestada de libros y revistas) y sus prendas estaban bien colocadas.
Esa es de un terrorista, nos sorprendió el funcionario, divertido. Todos nos estremecimos. No diré de qué grupo criminal en concreto, pero vamos, que vivo en España y está claro. Según nos dijo, los condenados de ese tipo eran los menos conflictivos. Estaban convencidos de que eran presos políticos y evitaban relacionarse con las bajas calañas que por allí se movían. Una suerte de clasismo penitenciario que, al menos, se traducía en introspección, lectura y silencio. Dentro de lo que cabe, ni tan mal, pensamos todos.
Pudimos ver otras celdas más parecidas a la que estarás imaginando. Desordenadas, sucias y con fotos de mujeres ligeras de ropa por doquier. Otras, con cierto libro religioso en la mesita de noche, si es que a aquella plancha de hierro se le podía llamar como tal. Conforme las veíamos, el funcionario nos indicaba el tipo de preso al que pertenecían tales estancias. Y de alguna forma, todo guardaba cierta lógica, había patrones. Nunca había sido consciente de cómo nuestras habitaciones, los lugares donde pasamos tanto tiempo, hablan de nuestra personalidad. De algún modo, se impregnan de nosotros mismos. Es curioso que tuve que darme cuenta de eso en una cárcel de máxima seguridad.
Las tres preguntas que le hice a unos condenados por asesinato
Una de las actividades de aquella excursión formativa era la de realizar una dinámica con los presos. Haríamos grupos de tres alumnos, nos sentaríamos a una sala amplia (creo de hecho que era el aula donde daban clases, en caso de querer recibirlas), y los internos que quisieran formar parte de aquella actividad podrían acercarse a nosotros y sentarse en el grupo que decidieran. Una vez conformados, podríamos hacerles tres preguntas. Después, todos los grupos se pondrían en común y, conjuntamente con ellos, celebraríamos una suerte de debate.
Te podrás imaginar que los grupos que primero se llenaron de internos contentísimos y muy aduladores fueron los conformados por tríos de chicas. El nuestro, formado por dos compañeros y este que suscribe, fue de los últimos en conseguir voluntarios. Pero llegaron.
Eran tres, dos de ellos con delitos de sangre a sus espaldas y otro que había sido detenido justo antes de cometer un atentado bastante famoso del que no pretendo hablar. Atentado que llegó a ocurrir, pero este señor no pudo ser el perpetrador porque fue interceptado antes. Pero de todo esto me enteré después. Menos mal.
Tras un rato charlando, en el que se mostraron muy interesados porque Estos chavales son abogados y nos van a sacar de aquí, les lanzamos las preguntas. Voy a redactarlas junto a sus respuestas, como emulando aquella conversación. Las dos primeras fueron circunstanciales, y sus respuestas tampoco fueron especialmente llamativas, pero la argumentación de los tres ante la última nos dejó en fuera de juego.
¿Estaríais de acuerdo con que todas las prisiones fueran mixtas, de hombres y mujeres?
(Entre risotadas, codazos y miradas cómplices) Por supuesto, nos encantan las mujeres y aquí no hay ninguna. Ojalá que aquí hubiera mujeres, eso haría todo esto más fácil. Etc. (Os podéis imaginar el tono de la conversación, que estoy descafeinando en estas líneas, como es obvio).
¿Pensáis que es justo que no os dejen tener teléfonos móviles en prisión, cuando la condena tan solo es a estar encerrado? (Esta pregunta, que me parece absurda, fue una idea de quien suscribe para contraargumentar a un anciano catedrático de la Universidad que afirmaba en su clase que a los presos solo se les debería de privar de su libertad deambulatoria, no de sus comunicaciones. Le contesté en su momento que eso sería peligroso, porque con un móvil se pueden seguir cometiendo muchos delitos. Me mandó a callar de muy malos modos, y consideré una oportunidad espectacular preguntar a los presos peligrosos, en confianza, qué harían ellos con un teléfono allí dentro).
(Carcajada generalizada del trío) ¿Un móvil para nosotros? ¿Tú sabes la de cosas que podemos hacer con un móvil? No, no, un móvil aquí es un peligro.
Me llamó mucho la atención la conciencia mezclada con aparente responsabilidad con la que respondieron. A sabiendas de que cometerían más delitos en caso de tener posibilidad de usar un teléfono, su respuesta no era que querían uno, sino que sería irresponsable dárselo. (Obviamente, indiqué esta curiosa respuesta al ilustrísimo catedrático, aunque como diría Michael Ende, eso es otra historia).
Pero la respuesta que nos descolocó fue la tercera.
¿Estáis de acuerdo con la prisión permanente revisable?
Para quien no lo sepa, es la forma de llamar en España a la cadena perpetua. Hay matices en esto último, pero es la mayor pena a la que se puede condenar a una persona en este país.
(Exaltados) ¡Por supuesto que sí! ¡Y a favor de la pena de muerte! ¡Aquí hay mucho hijo de (…)!
Lo cierto es que esta respuesta nos dejó helados. Que las personas con más posibilidades de ser condenadas se mostrasen tan seguras a la hora de hablar de condenas duras, nos sorprendió. No sé si es que dentro de prisión se pierde la perspectiva, si las ideas que allí se manejan con tanto tiempo para uno mismo terminan siendo poco lógicas, o si tan solo contestaban con el corazón en la mano.
Tras un rato más hablando, en el que nos comentaron varios pormenores de su estancia en la cárcel y de la comisión de sus delitos, se celebró esa suerte de mesa redonda que comenté antes. Allí, la violencia verbal entre los presos era patente, pero el psicólogo penitenciario la cercenaba con miradas severas. Aquello me recordaba a un colegio de chicos inadaptados. A priori no parecían malos, pero cuando hablabas con ellos y te contaban por qué estaban allí (te podrás imaginar que todos sus historiales eran sanguinarios, cuanto menos), la sensación de hielo te recorría la espalda. Sensación que se multiplicaba cuando te lo contaban con una sonrisa y sin atisbo de remordimientos.
Recuerdo a un hombre que explicó entre risas que a él lo habían trasladado a esa prisión porque había atacado brutalmente a su compañero de celda en otro centro penitenciario, y a otro recluso que aseguraba que estaba allí porque había atacado a siete funcionarios en su anterior prisión.
Algunas cuestiones sobre la libertad
Reflexiono mucho, aún hoy, sobre aquella visita a prisión. Sobre todo, porque me imaginé a mí mismo allí. En un entorno hostil, privado de libertad, de comunicación exterior casi en su totalidad y sin otra distracción que jugar al dominó en un patio cuadrado cuyos habitantes son los ciudadanos más peligrosos del país. ¿Qué se debe sentir cuando te quedan por delante quince años de cárcel? La vida allí dentro es una especie de paréntesis social, una acotación al margen del resto del mundo, al que los demás echamos la llave porque no sabemos afrontarlo de manera más efectiva y menos drástica. No nos gusta mirarlos, porque son el memento de que nuestra sociedad tiene individuos que fallan violentamente. La privación de libertad es arrolladora, mental y físicamente. Hay estudios que aseguran que los presos, al tener siempre a escasos metros un muro delante, por mucho que salgan al patio o a zonas más amplias, su capacidad para visualizar más lejos se debilita. Imagínate que tus ojos terminasen por aceptar que jamás vas a volver a ver nada a más de cien metros. Imagínate que esa convicción la somatizases hasta el punto de no poder enfocar lo que hay más allá de los muros.
Piensa por un instante lo que debe ser no volver a cocinar, a pasear o a nadar en la playa. Trata por un momento de pararte a pensar que cometes un acto tan execrable, que la sociedad no solo te encierra, sino que lo hace en un lugar en el que la seguridad es lo más importante. En el que las visitas, las actividades y la compañía están reducidas al mínimo. Imagínate lo que debe ser que tu mayor reclamo en meses sea acercarte al aula de la prisión porque unos estudiantes de máster han venido de visita. A verte como si fueras el habitante de un zoológico. A inspeccionar tus deplorables condiciones de vida, no tanto en lo físico (que también), sino en lo psicológico. Cómo debe destrozarte la reclusión para que asegures, triunfal, que no solo estás de acuerdo con la cadena perpetua, sino que deberían matar a la gente que hace cosas realmente malas.
Y, por rizar el rizo, imagínate que lo dices habiendo cometido tú los actos más infames que un ser humano puede perpetrar.
Muy interesante la experiencia que traes, gracias.
No me sorprende en exceso que los propios presos fueran los que están más de acuerdo con sentencias más duras. Algo común entre los humanos es equiparar a la sociedad con aquello que conocemos (nosotros y nuestro entorno), lo que lleva a imaginar un mundo distinto del real.
Para mí, a modo personal, hay varias cosas que me preocupan sobre las penas de prisión y la situación en España. Lo primero y primordial es que la sociedad, en líneas generales, confunde el objetivo de la prisión en España. La idea fundamental es que la prisión sirve como un lugar para facilitar la reintegración del individuo en la sociedad, y creo que hace muchas décadas que nos hemos olvidado de la reintegración. Esto, que puede interpretarse dentro de un marco ideológico y una forma de pensar particular, tiene implicaciones directas en la sociedad. Hay varios estudios que avalan que un criminal que cumple prisión es más probable que al salir cometa delitos de mayor grado que uno que no cumple pena de prisión. Si esto lo unimos a los varios toques que nos han dado desde Europa por el exceso de penas privativas de libertad en España (muy por encima de la media de Europa), ¿por qué no se plantea un cambio en el modelo?
No hace falta que respondas, me consta que está relacionado con el primer punto. En España una mayoría de la sociedad considera que la pena de prisión es el precio a pagar por el delito, no una forma de reintegración en la sociedad.
Como te puedes imaginar, tengo unas "ideas muy fuerte" sobre las prisiones. No soy extremista, creo que la prisión debe de existir, y seguramente tú estuviste en una de las que son necesarias, pero tendrían que ser las menos, y el trabajo en ellas debería buscar esa reintegración de forma mucho más estructurada. E incluso podría estar de acuerdo en penas de prisión revisables, pero siempre comenzando desde límites muchos más bajos que los actuales.
Y bueno, perdón por la chapa - Has tocado un tema que me interesa especialmente.
Coincido con Miguel (y contigo, por lo que leo) que el principal problema del sistema penitenciario es, más que su constitución tal cual, su objetivo último: es decir, la reinserción. Y esto me lleva a reflexionar sobre un segundo problema que, aunque pueda parecer poco cercano, para mí tiene mucho que determinar: la moral.
Vivimos en una sociedad en la que el concepto de moralidad se ha vuelto absolutamente frágil, etéreo, líquido; las causas son diversas y darían para docenas de newsletter, así que no iré por ahí, pero me parece que esa labilidad de la moral permea todas nuestras ideas acerca de las actividades sociales, entre las cuales, por supuesto, se cuenta el delito. Si tomamos al delincuente solo como una figura execrable, un paria, alguien que debería ser simplemente condenado al ostracismo, dejamos de lado un aspecto moral ineludible: cuáles son las circunstancias que le conducen al delito y cómo podemos reacogerle en sociedad. Como decía, la deriva de nuestra condición moral se ha visto socavada y de ahí, creo, viene ese punitivismo acérrimo que sostenemos sin el menor cuestionamiento ético.