Sobre defender el folklore de nuestra tierra
Es bonito observar cómo las raíces unen al personal, tan abstraído siempre, tan perezoso tras el invierno, y lo revive con unas ganas y un disfrute con un significado tan hondo.
Hace meses escribí sobre las raíces. Como las definí en su momento, las percibo como esos sitios, individuos, lugares y sus consecuentes recuerdos que nos unen al suelo, nos conectan con la tierra y nos hacen sentirnos parte de ella. Y esta Semana Santa que dejamos atrás me ha hecho reflexionar de nuevos sobre las mismas. No esperes encontrar en estas líneas una fervorosa defensa de estas fiestas, tan arraigadas en mi Andalucía natal que es raro que no las ensalce, y más raro que no me atraigan demasiado.
Hoy vuelvo a escribir sobre raíces pero desde otro punto de vista. Hoy pienso en cómo conectamos con ellas a través del folklore, la cultura y nuestros ritos más profundos. No me gusta que se frivolice con lo que nos ata a la tierra, siendo yo culpable de haberlo hecho en el pasado, de modo que espero que estas líneas sirvan como humilde redención.
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No me gusta la Semana Santa. Mejor dicho, para no sonar tan categórico, la Semana Santa no es algo con lo que se me abran las carnes. Me gusta tener esa semana libre, disfrutar del ambiente, de los intensos olores y de las bonitas estampas que, cámara en mano, pretendo capturar cuando toca ir a ver procesiones. Y digo toca, porque no soy muy fan de esperar de pie rodeado de una muchedumbre fervorosa a que una procesión transite por delante mía a paso de tortuga. Pero esta Semana Santa ha sido distinta.
Sigo sin ser un capillita, como se dice por aquí abajo. No me he vestido de traje, no he ido a perseguir los pasos como un poseso para verlos desde mil ángulos diferentes ni me he quedado hasta las mil de la madrugada para disfrutar de las tallas que procesionan de noche. Pero entonces, ¿en qué ha sido distinta? En que he tratado de observar la Semana Santa desde fuera, como una de las más grande expresiones de folklore andaluz y español que existen. Se piensa mucho en los toros, en la feria y en las famosas tapas, pero creo que la Semana santa es el culmen de nuestra arraigadísima cultura, y ser consciente de ella de tal forma le otorga una fuerza e importancia que yo nunca le había dado.
Esta Semana Santa ha sido lenta, como me gusta que sean las cosas. Hemos paseado sin prisa para ver lo que pudiéramos, y así sí ha sido disfrutona para mí. No es lo mismo que te empujen cincuenta personas, que observar desde un poco más lejos el fervor de un pueblo que clama en silencio el paso de una escultura centenaria que procesiona al son de una música que te hace retumbar los huesos. He visto a penitentes sosteniendo niños pequeños en su larga andadura, y a señoras en silla de ruedas llorando al ver a su Virgen saludar a otra Virgen cuando pasaban por la puerta de su templo. También he escuchado el más puro silencio de cientos de personas, seguro que de las más diversas ideologías, al observar al Cristo de su barrio clavado en la cruz de toda la vida.
Me ha gustado ver que la Semana Santa, entre aquellos que la disfrutan como algo íntimo, supone un paréntesis en la vida. Uno que deja fuera las discusiones políticas, las disputas y las penas. Porque durante la misma se impone la raíz de un pueblo, lo que los une con lo que son. No puedo sino respetar profundamente a esos hombres que, diferentes entre ellos, se meten bajo un amasijo de madera y metales para cargar decenas de kilos a sus espaldas, movidos por una fe y una convicción que otro pueblo no entendería nunca. Estos ritos centenarios, hoy objeto de burla, están mucho más asentados en nuestro inconsciente que las líquidas convicciones que hoy imperan. Y por eso hay que mantenerlos, respetarlos y defenderlos.
De hecho, que la Semana Santa tenga un halo medievalesco es, a mi gusto, buena señal. Es la expresión máxima de que no es necesario cambiar lo que de verdad toca a la gente en lo más profundo. Porque la Semana Santa no hace daño a nadie, como leo en estos días. Es una expresión, el grito de generaciones. Es reiteración cultural, la pausa de un presente arrollador que se repite todos los años, de forma inamovible desde hace montones de años. De verdad, quedarse con lo de fuera es ridículo.
Es fe, una capacidad únicamente humana. Es la expresión de nuestro deseo de trascendencia. Es una explosión pura de tradición, de la que renegar es un error. Y lo digo reiterando que no me atrae especialmente, pero como español y como andaluz he de respetarla. Porque guste o no, fuera de ideologías, de que nos represente o de que sea de nuestro agrado, forma parte de nosotros, de nuestro ADN como sociedad.
Estos días atrás no me he centrado en la carcasa, en lo visible, sino en detectar esos pequeños detalles de los que tanto me gustó escribir en septiembre del año pasado. En la mirada agradecida de una niña pequeña al recibir una estampita de un penitente desconocido (o conocido, aunque nunca lo sabrá). En la camaradería de los costaleros, ajenos al barullo y centrados en cargar sobre sus hombros todo lo posible. En las miradas de los capataces, susurrando a través de los huecos de madera instrucciones acatadas sin rechistar, dando como resultado un vaivén incomprensible. En ancianas asomadas a la ventana de caserones vecinos de la iglesia, casi espiando a través de finos visillos, y en señores mayores solos llorando al escuchar determinada marcha. En todo eso me he fijado y he encontrado una belleza diferente a la de siempre, más real, más alejada de oros y de boato. Más conectada con la gente.
Además, en lo puramente artístico, pensar que esas tallas, en las que no solemos reparar durante el año, han visitado las mismas calles desde hace siglos, asistiendo impávidos al cambio generacional de quienes los observamos, es algo que me ha entusiasmado.
La Semana Santa huele, pero también se oye. Durante unas semanas, los neumáticos rechinarán al pisar la cera, conformando una desagradable melodía que también forma parte de todo lo que somos. También las flores, las más bonitas del año, diría yo, quizás porque son las que se colocan con más conciencia, o el son de esa música, que significa más de lo que suena.
No me gusta la Semana Santa, pero me gusta mi pueblo en Semana Santa. Imagino que ocurre en todos sitios cuando llega determinada época importante, culturalmente hablando. De una forma no estipulada, todo se hermana, se pausa. Se disfruta en la misma dirección. Es bonito observar cómo las raíces unen al personal, tan abstraído siempre, tan perezoso tras el invierno, y lo revive con unas ganas y un disfrute con un significado tan hondo. Ojalá sintiera yo tal fervor, pero no hay manera. No consigo profesar tal idolatría (dicho sea en el mejor de sus términos) a una imagen. Pero este año, al menos, sí he conseguido valorar la importancia de que mucha gente sí lo haga.
Esta Semana Santa me ha reconectado con el folklore de la tierra de la que vengo, y eso siempre es bueno. Ha sido un memorando de que somos así porque somos de aquí, de que los pueblos son su cultura, y de que todos en el mundo podemos ser iguales ante la ley, pero somos diferentes en la realidad. Y esa diferencia, esa separación insignificante entre unos y otros, conforma nuestra identidad.
No puedo entender la cultura mediterránea sin el fervor, sin la exageración, sin el barullo y sin el jaleo. No quiero, de hecho, dejar de lado todo lo religioso porque yo no sea el mejor católico. No quiero renegar de un legado tan rico, tan profundo y tan antiguo como ese. Y disfrutarlo en estos días me ha reconectado con todo ello y me ha recordado que las raíces son lo primero y lo último que tenemos.
Y en los tiempos que corren, tenemos que defender el legado del que venimos, so pena de que desaparezca, porque un pueblo que olvida su pasado lo único que hace es privarse de futuro.
Recien llegue a este lugar y me encanto este post, tanto que heredamos de nuestros conquistadores y no todo para mal, por aca tambien lo religioso esta impregnado de datos curiosos: superstición, mitos, temor reverencial y exaltación... pero lo mejor es que esta lleno de mucha vida campesina; metáforas de animales o la naturaleza en sí misma.