He desactivado mis cuentas de redes sociales y mi vida ha cambiado para bien
Hace unas semanas dejé de lado las redes sociales y aunque suene a tópico, mi vida parece otra.
Disclaimer: Estos párrafos no son un alegato para que todo el mundo deje las redes. A mí me da igual en qué emplee cada uno su tiempo, y creo que estas aplicaciones son súper útiles. Me limito a contar mi experiencia y cómo me estaban afectando hasta un punto en el que he tenido que cortar por lo sano. Si tú eres capaz de tenerlas sin que te afecten lo más mínimo, tienes mis respetos.
Hace unas semanas dejé de lado las redes sociales y aunque suene a tópico, mi vida parece otra. Antes era un obseso de Twitter, un esclavo de la dopamina a la que los likes y comentarios nos someten, pero esa falsa – y fugaz – forma de autocomplacernos a través del agasajamiento de gente que no te ha visto en la vida es peligrosa.
No considero que tuviera un vicio enfermizo por las redes por el hecho de que he podido dejarlas de forma casi automática. Fue proponérmelo y, días después, eliminar todo atisbo de las mismas en mi teléfono y demás dispositivos. En otras ocasiones había desinstalado las apps, pero eso no era una solución real porque terminaba descargándolas de nuevo o entrando en mis perfiles a través del navegador web. No. Ahora he desactivado las cuentas, aceptando ese amenazante mensaje que nos lanzan, en un último estertor, informando de que si no las reactivo en un plazo de X días – no recuerdo cuántos, cosa que me alegra porque debe significar que me da igual – se eliminarán de forma definitiva.
En Instagram, que no lo usaba tanto, perdía las horas como un tonto. Embobado, scrolleaba como si no hubiera un mañana, o peor aún, como si no hubiera un hoy. No era mi mayor pozo de horas, pero sí perdía varias decenas de minutos al día en observar sin atención como un autómata pequeñas publicaciones de gente que – espero que se me entienda bien – me importan entre cero y nada.
Twitter, una apisonadora mental
Ha sido Twitter, reitero, lo que me ha hecho sentir que he sucumbido por primera vez a lo más parecido a un vicio digital. Tenía un número de seguidores suficiente para que cualquier cosa que escribiera recibiera varias interacciones – generalmente en forma de comentarios amables – momentáneas. De algún modo, hay perfiles de gente que, aunque desconocidos, llevan pululando por mis pantallas muchos años, de modo que se terminan percibiendo como allegados. Muchas de ellas, estoy seguro, bellísimas personas, pero que flotan en un mar en el que siempre estás a punto de ahogarte.
Esa era la parte buena, insisto. La de proferir un comentario – además, este que escribe, siempre se ha mojado demasiado en temas políticos, craso error – y obtener jugosos debates al momento, comentarios amables, y algunos contraargumentos dignos de quitarse el sombrero. La parte mala era todo lo demás. Amén de perder mucho tiempo leyendo, pensando el tweet perfecto y observando cómo se movían las mareas twitteras – aparte de esquivando vídeos porno, gore o directamente delictivos, porque el lodazal que ahora es el nuevo “X” bien merecería otro post -, también gastaba mucho tiempo es tragarme insultos, afrentas y amenazas, que recibía por decenas.
Es curioso cómo el cerebro da más importancia a un insulto que a diez piropos, pero la realidad es esa. Casi sin darme cuenta, máxime teniendo en cuenta que en los últimos días se me estaban “viralizando” bastante los tweets, había entrado en una vorágine de notificaciones constantes que mis ojos inspeccionaban con mucha velocidad, pero solo procesando lo malo. No sé qué es lo contrario de la dopamina, pero si eso existe, yo estaba hasta arriba. Una mañana me desperté, cogí el móvil para ver la hora y el primer input que recibí fue un insulto de un random y dos o tres cuentas con bastante seguidores tratando de cancelarme o ridiculizarme. No consiguieron su cometido, pero sí se hicieron notar entre el sinfín de buenos mensajes que también había ante mí, pero que mis dedos, de forma inconsciente, desechaban para buscar los malos y poder responderlos con contundencia. Esa mañana me planteé con seriedad dejar las redes sociales.
¿Cómo ha cambiado mi día tras dejar las redes sociales?
Igual que he dicho antes que el cerebro, cuando está sometido a un sinfín de informaciones contradictorias, tiende a dar más valor a las malas que a las buenas sin importar que estas superen en número a aquéllas, también es cierto que también parece estar programado para acostumbrarse rápido a lo bueno, o mejor dicho, a lo saludable.
No sé si alguna vez has hecho ayuno intermitente. Sin entrar a valorar las bondades o peligros físicos que esta práctica tenga, lo cierto es que si pasas de una época de descontrol alimentario – ya sea porque comes demasiada cantidad, o porque lo que ingieres es comida basura – a una de dejar más tiempo entre comidas y “limpiarte” un poco por dentro, da la sensación casi instantánea de estar haciendo las cosas bien. Esta práctica siempre me ha servido como paso intermedio entre épocas de malos hábitos alimenticios y épocas de dieta sana y equilibrada, porque supone un shock agradable que el cuerpo percibe como algo bueno, y rápidamente demanda seguir alimentándose de forma saludable. Pues me ha pasado algo parecido al dejar las redes.
Si el uso descontrolado de Twitter, con sus consecuentes inputs negativos, su ansiedad por los números y la sobreinformación a la que te sometes si tratas de informarte de lo que acontece en el mundo a través de sus infinitos tweets, puede parecerse a una dieta descontrolada de hamburguesas, fritos y total ausencia de fruta y verdura, la desactivación de esa y otras cuentas de redes sociales casa a la perfección con la analogía del ayuno intermitente, porque he cortado casi de raíz la causa de muchos de mis problemas. Y ahora, el cerebro me pide que lo alimente con otras cosas, mucho más importantes e interesantes.
Cuando antes perdía las horas muertas en pensar cómo contestar de forma aplastante a un señor de Guadalajara con once seguidores que me había dicho tonto, ahora me sorprendo leyendo hora y media por la tarde una novela entretenida. Si antes buscaba como un obseso información detallada sobre cada noticia – a cada cual más angustiosa – mundial, ahora me limito a informarme con un par de informativos al día. Podría poner mil ejemplos.
Aparte de que ahora leo más, también escribo más, soy más productivo en el trabajo, estoy descubriendo juegos de mesa con mi pareja bastante interesantes – nuevo hobby este que jamás me habría imaginado –, hablo más con mis amigos e incluso me estoy esforzando en estudiar sobre temas que me apasionan. Ahora la cabeza me pide esa dieta sana y equilibrada.
Creo que huelga decir que por desactivar tu cuenta de Twitter no te vas a convertir en un erudito, ni que tu vida vaya a cambiar completamente, pero sí es cierto que para tener una vida más sosegada, plena y salpicada de diversión útil, quizás ayude mucho eliminar estas vacuas distracciones de la misma.
Pd. Releyendo el artículo antes de publicarlo, me he dado cuenta de que, al principio, he usado la palabra “dejar” para referirme al hecho de que he desactivado las cuentas. En un párrafo en el que aseguraba no tener un vicio enfermizo, he usado un verbo más propio de un drogadicto que de una persona totalmente libre y capaz. Me ha parecido tan poético que he preferido no corregirlo, sino ponerlo de manifiesto en esta aclaración.
Serotonina es lo que podríamos decir cómo el otro lado de la dopamina.
La dopamina es la que recibes y tu cerebro pide más y más y no hay fin. El cerebro la percibe cómo esto se siente bien y necesito más.
La serotonina es cuando usualmente das algo y te sientes bien por ayudar a alguien más o a ti mismo. El cerebro la recibe cómo esto se siente bien y es suficiente.
Yo también hace poco borré todo. Iba a dar un paso más y también borrar las apps de mensajes porque siento que los allegados, amigos y compañeros solo las usan para cumplir una cuota de 'cercania', cómo en las redes donde en lugar de amigos (así lo sean en la vida real) son más que nada seguidores.
No he podido aun borrarlas y hacer que se use el teléfono y conectar con esas personas así por medio del habla. Me han salido temas del trabajo que aun tiene que ser tocados por esas apps de mensajería.
Lo he hecho varias veces y doy fe de sus resultados. Eventualmente volví a Instagram e intento manejarlo con cuidado, ya que aún me representa una fuente significativa de conexiones para mi publicación (particularmente para el podcast).
Como bien mencionas, creo que se trata de probar distintas configuraciones y quedarse con la que mejor nos haga sentir.