Hoy buscaba motos en páginas de segunda mano y en un anuncio apareció mi primera Vespa. Una italiana negra con un par de pegatinas inconfundibles que vendí hace unos años. Se ve que el tiempo pasa por todos, pero el descuido también la había manoseado porque tenía rallones y roturas nuevos, que no reconocí. No sé si estaré sensible pero aquella visión me hizo pensar la de cosas que aprendí montado en esa motillo que, cuesta abajo y con los vientos propicios, marcaba los setenta y cuatro de marcador – calculo que rondaría los sesenta y pico reales, pero para un adolescente eso era volar -.
Suena a anécdota de otra época, y quizás lo sea, pero yo me saqué el permiso de ciclomotor en dos tardes en la autoescuela, y esto no es un alarde de mi inteligencia infantil, sino una soberana crítica al sistema de autoescuelas de entonces. No había pedaleado más de cien metros en una bicicleta en mi vida, pero un jueves aleatorio me dieron un papelito – previo pago y tras el paripé de unos tests que repetí hasta aprobarlos – que me permitía conducir motos de hasta 49 centímetros cúbicos. Me saqué el permiso más en broma que en serio, pero lo cierto es que meses después llegó a mi vida esa Vespa de la que hoy alguien que no conozco quiere deshacerse, y que me abrió un vasto mapa que hasta entonces no me había planteado que pudiera surcar por mí mismo.
Puede parecer que intento entrelazar a una moto vieja con disertaciones filosóficas, pero conducir mi Vespa durante la adolescencia (y bien entrada la adultez) me abrió la puerta al concepto de libertad. Antes también era libre, pero dependía geográficamente de mis piernas o de mis padres – esa edad incómoda en la que no puedes conducir un coche pero a la vez tienes mil planes en mil sitios que lo requieren -, y la llegada de un vehículo desbloqueó caminos que nunca había recorrido sin compañía. Aprendí a estar solo y a pensar mucho, muchísimo, conduciendo. Conduje por campos, caminos de tierra – vaya atrocidad – y arcenes de carretera hasta llegar al pueblo vecino. Conocí el peligro de los accidentes y aprendí que la carretera es inclemente si no prestas atención. Canté, lloré, cavilé e inventé historias acelerador en mano, y hoy echo de menos esa sensación.
Ya hablé en otro momento de los veranos de mi primera infancia, que de algún modo forjaron mi identidad, y sería injusto dejar fuera de esa ecuación identitaria a los kilómetros que conduje con la hoy protagonista de ese anuncio de Wallapop. Más tarde, cuando se me permitió conducir motos de mayor cilindrada, vendí la Vespa por una cifra buena – pero solo teniendo en cuenta el precio, no el valor - y me compré una motito de 125 centímetros cúbicos. “Perfecta para el pueblo y las zonas de las afueras”, me convencí. Con la excusa de que la Vespa no corría, me deshice de ella en un negocio del que no estoy nada orgulloso. Aquella moto nueva, de apariencia retro, cromada y preciosa, me hizo sucumbir a un capricho estético y no rendir a mi primera compañera el honor merecido. Me duró poco más de un año, comparada con los más de siete u ocho que la italiana estuvo conmigo. Un sinfín de problemas, averías y enfados me arrebató las ganas de conducirla, tonteando mi cabeza con el recuerdo triste de haberme separado de la comodísima lentitud de mi Vespita.
Vendí esta nueva moto perdiéndole dinero y habiéndome robado las ansias de pasear por los caminos de mi adolescencia, y empezó una época de paseos a pie más larga de lo que me gustaría. Para amenizar la espera hasta una nueva compañera de dos ruedas, me saqué el carnet – esta vez con sus exámenes teóricos y prácticos - que me permite conducir motocicletas de hasta 500 centímetros cúbicos. Pero aquí sigo, teniendo que venir a trabajar andando y caminando por las tardes, siendo atosigado por una primavera que – otro año más - se empeña en llegar y que me recuerda que la mejor época para conducir por aquellos caminos empieza ahora.
Es por culpa de la primavera, imagino, que me pusiera a ver anuncios de motos de segunda mano. La culpa la tiene la primavera, estoy seguro, de que hoy, después de tantos kilómetros, vídeos y dinero invertido, me haya picado la nostalgia al ver a mi Vespa siendo revendida por enésima vez, por gente que no entiende que encima de ese asiento marrón – hoy rajado por completo -, yo me forjé hace años.