El día que la belleza me abrumó
Mis niveles de maravilla estaban tan copados por el incesante input de belleza, que no me cabía más espectacularidad en la cabeza.
Esta es la primera línea que escribo después del espectacular y esperado viaje de verano que he hecho con mi novia. Un roadtrip por Lisboa, Sintra, Oporto, Valladolid y Toledo, por si fuera poco. Todo precioso, como se puede imaginar quien haya visitado cualquiera de esos sitios. Preciosidad que se acrecienta y multiplica por cinco si los visitas uno detrás de otro, como nosotros hicimos.
Y es precisamente por esa belleza extrema sin dosificar a la que me vi expuesto durante diez días, que sufrí algo que nunca había experimentado antes. Mi conclusión, que desarrollaré en los próximo párrafos, es que la belleza me abrumó, me superó con creces. Parece contradictorio, porque no es lógico que algo positivo como la belleza pueda tener efectos negativos, ¿verdad? Veamos, voy a tratar de explicarme.
La idea de este post surgió en la Plaza Mayor de Valladolid, tras ocho días de viaje asombrosamente bonito y con otras dos jornadas pendientes aún. Pero déjenme volver a este punto más tarde.
Lo cotidiano como contraposición a los viajes
Me encanta la cotidianidad. De hecho, trato de luchar para que mi vida cotidiana me guste, y creo que esto es importante. De ahí mis reiterados esfuerzos por abrazar la slow life y el amor por todos los efectos que despliega la vida mediterránea bien vivida. Intento que lo cotidiano, con todos sus ingredientes tales como el trabajo, salir a hacer la compra, los diez mil pasos al día, el qué comemos mañana, las buenas noches repetitivas e incluso las etapas de estrés del trabajo, sean percibidas por mí como algo bueno. No sé si es una forma inteligente de tomarse la existencia, pero teniendo en cuenta que el día a día es la parte de la vida que más tiempo vivimos, me parece útil enfocarme en que me encante.
Ahora bien, los viajes, al menos en mi experiencia, son la contraposición a lo cotidiano. Suponen un respiro, una salida de la zona de confort a una zona aún más reconfortante. Una llamada a la aventura que uno abraza con más brazos de los que tiene porque, aunque el día a día esté bien, viajar tiene algo atávico, una magia ancestral que nos hace sentirnos otro. Es esta huida temporal de lo cotidiano la que nos devuelve el efecto wow por las cosas, la contemplación, el valor por los detalles de otros sitios que no conocemos… en definitiva, nos hace conectar con una forma de vivir diferente, más consciente.
Obviamente, me estoy refiriendo a los viajes de placer. A esos que organizas semanas (o meses) antes, en los que planeas ciertas cosas y dejas otras al azar. Esos viajes tan de verano como ese del que acabo de volver yo. Es lógico pensar que un visitador médico o una azafata de vuelo no perciben sus constantes viajes de este modo, porque forman parte de su vida cotidiana. Pueden encantarles, pero dudo que vivan tan embelesados como lo hace cualquier hijo de vecino que rompe con sus semanas de oficinista para aventurarse allende los mares una o dos veces al año.
Esa magia de la que hablaba antes es tan mágica, valga la redundancia, que no importa si vas a un hotel de cinco estrellas o a un camping de dudosa calidad. Da igual si te alojas en albergues (como en mi queridísimo Camino de Santiago), o en Paradores. Los viajes aparcan nuestro día a día y nos regalan un trozo de vida diferente, uno en el que percibes distinto todo a tu alrededor.
Como dije más arriba, cuando viajamos nos fijamos en los detalles, por nimios que parezcan, con mucha más atención. Que si ese rinconcito de esa calle perdida, que si el ventanal de aquella iglesia, que si estos árboles altísimos que nos impiden ver el cielo… cualquier pormenor nos impacta, como si en nuestra vida diaria no existieran. Y lo cierto es que nuestra cotidianidad también posee estos fragmentos de belleza escondidos a la vista de todos, pero las prisas del diario nos hace no verlos. El velo que los oculta decae cuando viajamos, de ahí que muchas veces no seamos conscientes de la belleza de los sitios donde vivimos.
De hecho, descubrí que esos detalles siempre están ahí durante la etapa de la carrera. En aquel entonces, cada vez más lejano (crisis de los treinta, vete de aquí), ejercí como “guía turístico” de mi localidad en más de una ocasión con amigos nuevos. ¡Y qué experiencia! Redescubrí mi propia ciudad, sorprendiéndome a mí mismo al darme cuenta de que las localizaciones de mi hogar no tienen nada que envidiar a cualquier otro enclave por el que haya pagado por visitar. Cuando observas tu alrededor con los ojos del turista, que se parecen bastante a los del niño, con esa predisposición al asombro intacta, lo que te rodea pasa a verse de otra manera. La belleza, oculta hasta entonces, aflora.
Te recomiendo mucho que practiques la mirada del turista en tu propia ciudad. Te alegrará ver que también vives en un lugar bonito.
La fotografía como conexión con lo bello
Una de las mejores formas que tengo para conectar con la belleza que me regalan los viajes es la fotografía. También de mi etapa universitaria me viene el amor por este arte. Antes, era el típico que viajaba réflex en mano, con un par de objetivos en un bolsito cruzado y otro calzado en la cámara, pero ahora practico una fotografía mucho menos aparatosa. Tan solo con mi móvil y entrenando el ojo, me divierto mucho buscando el encuadre perfecto, la luz más llamativa o el rinconcito fotogénico de turno.
Durante este viaje he tirado más de mil doscientas fotos, para felicidad de J, que es mi principal modelo, aunque también por gusto propio.
Yo no soy de los que posa, sino de los que dispara, de forma que busco más lo bello de un enclave que lo guapo que yo pueda salir para alimentar el feed de la red social de turno. Al no tener redes sociales, esa es una preocupación que se esfumó en el pasado. Así, la fotografía en mi vida es una forma de observación del entorno, una búsqueda constante de estampas que merezcan la pena ser retratadas, una activación del sentido de búsqueda de la belleza, que otea constantemente cada detalle con la intención de capturar su esencia.
Hacer fotos me divierte muchísimo, y tiene la agradable consecuencia de hacerte atesorar multitud de recuerdos para el futuro en forma de álbumes de fotos.
En este viaje concreto, he conectado mucho más con la fotografía, centrándome en detalles que no parecen bonitos a priori, pero que, debidamente salpimentados con luz y encuadre, resultan vistosos en su normalidad. Me encanta este tipo de fotografía de cosas comunes y corrientes. Y al revisitarlas, además, vuelvo ser consciente de la belleza oculta de las cosas, que me esfuerzo por revelar.
La espectacularidad constante y la capacidad de asombro
Ahora bien, durante estos diez días he estado sometido a tal nivel de belleza, que era casi incapaz de asimilarla. Lisboa me gustó, pero su atractivo era más que asumible, nada fuera de lo común. Aunque en un par de días pudimos ver su catedral, la torre de Belém y multitud de callejones anclados en el pasado que me inspiraban a más no poder, todo en orden. Pero claro, luego llegó Sintra y me golpeó en la cara, los ojos y el sentido. Todo allí era bonito, el móvil echaba fuego y J posó en cada rincón de aquel pintoresco enclave de palacetes, castillos y bruma. Cuando salimos de ese remanso de verdor, que parecía sacado de un cuento, casi sin estar preparados llegamos a Oporto (aunque un señor me dijo allí que se llama Porto, y que no sabe por qué aquí lo llamamos Oporto). Aquello no es bonito, sino algo más. Hubo un momento en el que, apostados en una zona alta, pude observar el skyline de la ciudad, y refulgían sobre los tejados de las casas montones de torreones, cúpulas y derivados. Había tal densidad de cosas bellas, que sentí por primera vez en nuestra andanza que todo ese mapa era inabarcable en dos días, pero también en dos meses.
La capacidad de asombro decaía conforme más cosas bonitas consumía. De hecho fue en Porto donde me di cuenta de que aquel castillo de la lejanía debía ser precioso, pero que ya pesaban más los tres kilómetros de cuestas hasta alcanzarlo que el hecho de tocar sus murallas. Comencé a usar más el pequeño teleobjetivo x3.3 para inmortalizar las cosas desde la lejanía, imaginando su belleza más que experimentándola de cerca. Sabía que las cosas eran preciosas, pero empezaba a aceptar que si no las veía no pasaba nada.
Esto no quiere decir que no me gustara lo que observaba, sino que mi disco duro tenía tanto que procesar, que no me daba tiempo de dar a cada detalle el valor que merecía. Que si una iglesia recubierta de azulejos azules pintados a mano, que si una placita perfecta donde tomar algo, que si una torre que de tan alta parecía rascar las nubes… Trataba de capturar con mi móvil todo con la esperanza de que, cuando volviéramos a España, y tras un descanso, pudiera valorarlas con un toque de nostalgia y desde el confort de lo cotidiano.
Pero aún quedaban Doña Valladolid y Don Toledo.
Cuando me di cuenta de que la belleza me abrumó
Empecé este post diciendo que la idea del mismo surgió en la Plaza Mayor de Valladolid. De hecho, tomé esta foto en el momento exacto en que se me ocurrió la idea, con la intención de publicarla en un futuro post por aquí, lo que me haría rememorar el momento. Y como las cosas que me prometo las intento cumplir, aquí tienes, Edu del pasado:
Pues bien, estábamos ahí, con ocho días de viaje intenso a la espalda. No pocos kilómetros, montones de notificaciones de 15.000 pasos en las pulseras de actividad y calculo que unas mil fotos en el móvil. Nos tomábamos algo en la preciosísima Plaza Mayor, y le dije a J:
Creo que estoy abrumado por la belleza de todo esto.
¿A qué te refieres?
A que soy consciente de que todo lo que hemos visto es tan precioso que no valoro la belleza de lo que tenemos delante ahora mismo.
No sé cómo explicarme. Me encantan Valladolid y Toledo. De hecho, por mucho Portugal que visitásemos, estas dos ciudades patrias nos descolocaron, y mira que yo las había conocido con anterioridad (si bien, con menos consciencia de contemplación que esta última vez). A lo que me refería con esa frase es a lo que trato de expresar con este post: mis niveles de maravilla estaban tan copados por el incesante input de belleza, que no me cabía más espectacularidad en la cabeza.
Observaba los edificios y, aunque me parecían objetivamente más bonitos que otros que me habían sorprendido días atrás, ya no me decían tanto como los primeros. Al principio me dio pena, pero luego me sentí afortunado, porque aquella sensación no era más que el resultado de haber estado expuesto a muchos estímulos bonitos. Quizá me esté yendo por las ramas y sea algo normal, pero sentí, como he titulado este post, que la belleza me abrumó. Puede que con lo bello ocurra como con todo, que en dosis excesivas se puede volver en tu contra. Me gusta pensar que este viaje me ha gustado tanto que me empaché de preciosidades, de detalles maravillosos y de edificios inspiradores. Y que consumí todo esto en tal medida que terminé por no valorar lo que tenía delante por pura sobreexposición.
Según he leído al darle forma a las ideas de este post, existe algo llamado Síndrome de Stendhal, por el cual algunas personas pueden sufrir mareos, palpitaciones e incluso desvanecimientos al visitar obras de arte en exceso bellas. Dudo mucho que yo haya sufrido este síndrome, porque durante todo el viaje me sentí perfectamente bien, si bien es cierto que me ha llamado la atención saber que algo así existe.
En mi caso, fue algo más reflexivo que somático. Yo no sentí nada malo, tan solo me di cuenta de que ya no era capaz de digerir y valorar la belleza.
El slow travelling, o cómo valorar de forma más pausada
No querría que pareciese que el disfrute de nuestro viaje terminó en aquella conversación en Valladolid, porque no fue así. De hecho, aquel punto de inflexión me hizo tomarme el resto del viaje de forma más pausada. Lo que nos faltaba en Valladolid así como los días que pasamos en Toledo (ambas ciudades, reitero, especialmente bonitas), lo paladeamos mucho más lento. Fuera prisas, carreras y remordimientos por echarnos una siesta en el hotel de turno.
Disfrutamos de la lentitud en aquellas ciudades ajenas. Leímos, perdimos el tiempo, desconectamos y dejamos de preocuparnos por horarios de museos, iglesias y eventos. Formamos parte del paisaje, observamos la vida de la gente, visitamos tiendas y nos regocijamos en el no hacer nada. Y qué delicia.
Después de más de una semana de ajetreo, entendible por nuestras ganas iniciales de abarcar cuantas más cosas mejor, el tercio patrio del viaje fue mucho más español, valga la redundancia otra vez, o si se me permite (y ya que soy del sur), mucho más andaluz. Con sus siestas, sus sobremesas y sus vagueítos incluidos. Y a mucha honra.
He disfrutado mucho tu carta. Una experiencia muy personal.
Yo creo que en general estamos perdiendo la capacidad de maravillarnos cuando viajamos porque ahora todo sucede de forma distinta a como viajábamos antaño. Ahora, ya sea por las posibilidades, por las diferentes formas de comunicación al viajar, ya sea por nuestro voraz «hambre de mundo», la realidad es que ahora viajamos a multitud de sitios en un espacio corto de tiempo. De esta manera no podemos asimilar la belleza de lo que vemos (opinión personal mía, claro).
El último viaje de «vacaciones» que yo hice fue en 2004. Fue a París, una semana. Pero estando allí, quise ir a EuroDisney y también a Versalles. Recuerdo volver saturado y maravillado a partes iguales. Pero quizá hoy no volvería a repetir un viaje así. ahora el cuerpo me pediría algo más «slow travel», disfrutar más de una ciudad o de un entorno y no querer viajar y conocer cinco, seis o siete ciudades, porque al final probablemente me pasaría lo mismo que a ti, o acabaría muy saturado de todo. Por lo que hablo con amigos y conocidos, ahora las vacaciones cansan más que descansan, y la gente siempre vuelve peor de como se ha marchado (sin querer generalizar).
Yo cojo ahora 2 semanas de vacaciones. Como en los últimos años, no viajaré a ningún sitio. Me quedo en mi isla querida. Viene mi madre a visitarme, y haré turismo con ella en mi propia isla, y estoy seguro de que voy a disfrutar más y mejor y más barato que si me planeara un viaje a Roma, con todo lo que eso supone... No sé, seguro que soy un bicho raro, jajaja. 😝
Gracias por estar. ❤️
Mil gracias por compartir esto, definitivamente el exceso de cotidianeidad nos hace ciegos ante lo que tenemos de frente, vivo en la Ciudad de México y durante muchos años nada por aquí me parecía impresionante, hasta que en un ejercicio de lentitud pude admirar todas las cosas que amigos de otras partes de México y turistas internacionales visitaban. Admiro que transmites de forma tan clara el hacer encantadora la vida diaria, desde hace un tiempo hago lo mismo, pensé que era el único, y es fascinante. Gracias por transportarnos a esos bellos lugares, ya los pongo en mi lista.