Las cosas que siempre están. Hablemos de la patria chica
Es su pérdida un memento de que el tiempo pasa, convirtiendo todo en recuerdos. Incluso lo que imaginamos que nos sobreviviría. Y eso escuece.
Hay un concepto en el que pienso últimamente. Se parece, de algún modo, a otros que ya he tratado aquí, como puedan ser las raíces, pero es quizás más mundano, más tocante al atrezzo de la vida. Pudiéramos considerarlo el conjunto de nimiedades, carentes de sentido o importancia para los demás, pero que en su conjunto constituyen un todo muy importante para el individuo que las percibe familiares. Porque son, digamos, las cosas que siempre están, las que construyen nuestra vida cotidiana en silencio.
Hablo hoy de la llamada Patria Chica. Ya te adelanto que la tuya y la mía no se van a parecer, pero te aseguro que ambas son igual de importantes. Hablo también de cuando te hablan de las cosas que ya no existen y de cuando te das cuenta de que algunas van desapareciendo conforme vives. Espero que estas líneas te hagan recordar y ser más consciente de ellas, querido lector.
Me imagino que has viajado a algún pueblecito perdido, de esos en los que las leyes del tiempo parecen no funcionar. En esas calles empedradas, habrás notado ciertos ramalazos de cultura de antaño. Una suerte de folklore antiguo que a ti no te dice nada, pero con el que observas que sus habitantes forman un todo indivisible. No sé decirte qué cosas despiertan ese sentimiento, porque no hay una respuesta concreta. Puede ser un campanario que suena de determinada manera, el cuponero en la esquina que grita de un modo pintoresco o una fachada que luce orgullosa un graffiti que nadie sabe por qué no se ha mandado a borrar y ya todos se han acostumbrado.
La patria chica está conformada, como he dicho al principio, por nimiedades para el forastero. Esos ejemplos inventados no son más que detalles sin importancia, sin mayor interés estético, cultural ni poético. Pero para los habitantes del sitio donde se encuadran son algo, forman parte del conjunto. No sé si es la sensación de arraigo que produce la reiteración o la seguridad aparente que las cosas que siempre están traen consigo, porque parecen desafiar al paso del tiempo lanzando un mensaje de perpetuidad, pero lo incuestionable es que todos tenemos una patria chica conformada por detalles que no son nada para el que viene de fuera. Detalles cuyo valor otorgamos por pura convivencia geográfica, histórica y vecinal.
Me ha hecho pensar en esto un artículo que leí el otro día, relativo a un famoso pastelero de mi pueblo, que puso de moda vender determinados dulces en la playa, ataviado con un carrito de rayas blancas y azules. Los dulces de la playa de toda la vida, decimos los que vivimos aquí, como dando por sentada su infinitud, como si fuera una iglesia, una calle o una puesta de sol. Pues resulta ya se ha jubilado. Es cierto que continúan con su legado sus descendientes, pero ese trocito de nuestra patria chica, al que daba vida ese hombre, ha tocado su fin. En un suspiro, un ingrediente innegociable de los veranos de mi pueblo ha terminado para siempre. Seguro que te ha pasado con una tienda de siempre que cerró sin avisar, un señor mayor que falleció (cuando parecía que su existencia era sempiterna) o un edificio concreto que el Ayuntamiento de turno mandó derruir.
Es cuando desaparecen los elementos o personas que siempre han estado ahí, con los que hemos crecido sin plantearnos que algún día se esfumarían, cuando nos damos cuenta de que alguna vez existieron. Y lo que es peor para nuestra naturaleza humana; es su pérdida un memento de que el tiempo pasa, convirtiendo todo en recuerdos. Incluso lo que imaginamos que nos sobreviviría. Y eso escuece.
Me cuentan mis padres que aquí, donde vivo, antes había dos cines y un cinema de verano. Yo los escucho asombrado, ajeno incluso a las imágenes y recuerdos que evocan de esa época que, al no haberla vivido yo, imagino en blanco y negro. Ahora esos cines son parte del recuerdo, no existen. Y en estos días, que se ha jubilado el pastelero de la playa, me he dado cuenta de que con el cierre de esos cines murió parte de la patria chica de mis padres. Y que solo una generación hace falta para que las cosas que existieron desaparezcan en el tiempo si no se cuentan. Ahora, cuando paso por delante de esos cines que ya no son cines, los observo y recuerdo que donde hubo ya no hay. Y que donde hay, un día me despertaré y ya no habrá.
Ahora que supero las tres décadas, me he dado cuenta de que ya he vivido el tiempo suficiente para haber notado pérdidas en mi ambiente. Podría empezar por los videoclubs, que prácticamente ya no existen. También podría hablar de fuente de la plaza principal de la pequeña ciudad donde vivo, que antaño era totalmente distinta, si bien la de ahora será la normal para los que no la hayan conocido de otra forma. Hay un sinfín de nimiedades, de minúsculas iteraciones que marcan la evolución de las cosas y que no notamos. Por eso, intento mirar con ojos atentos a todas esas cosas y personas que doy por sentadas porque están ahí desde siempre, consciente de que cambiarán, morirán o desaparecerán. Y como esas pérdidas no puedo evitarlas, al menos está en mi mano darme cuenta de ellas y recordarlas.
Duele más cuando fallecen integrantes de la patria chica. No me refiero a familiares ni amigos, esos no forman parte de la misma, sino de algo superior. Las personas que la conforman son ese camarero sin nombre que siempre estuvo ahí, la dependienta de la tienda de la esquina que te vendía bocadillos cada mañana antes de ir al cole o el sintecho que vagaba hasta hace pocos meses entre las mesas de los bares. Es cuando uno de estos se va, cuando deja de ser, que la patria chica te avisa por dentro y te indica que ha sufrido una pérdida, que desde ese momento tienes que conjugarlos en pasado, y cuando eso ocurre con personas es incómodo.
Dando una tremenda caminata por la playa el otro domingo, preparando mi tercer Camino de Santiago, pasamos por un chiringuito de toda la vida. Qué bocado en el estómago me dio ver que está cerrado. Imagino que no ha empezado la temporada aún, le dije a mi amigo. Qué va, Edu, cerró hace ya un par de años. El chiringuito que marcaba el final de la playa conocida cuando era pequeño. El final de la arena permitida de mi infancia, la última esquina que mi madre podía controlar desde la sombrilla, que la marcaba ese bar de playa, ahora es un tosco cuartucho cerrado y pintarrajeado por vándalos. Un trozo de mi patria chica más antigua ya no es. Ahora sólo puedo hablar de ese rincón en pasado y no me había dado cuenta.
Parece que estos párrafos informes son una oda a la tristeza y el paso del tiempo, pero qué va. De hecho, como digo, es al perder estos detalles que recuerdas la importancia que los mismos tuvieron en tu vida. Ese surtidor de gasolina que ya no existe, esa tendera que vende chuches en la plaza del centro, esa calle que ahora es peatonal pero que antaño surcabas en coche… Son cambios que te zarandean los recuerdos, que hacen que te asalten preguntas nostálgicas, que te instan a explicarle al de fuera que esto antes era un bonito restaurante o que aquí antes se sentaba una señora que siempre regalaba caramelos a los niños.
Mi patria chica la marca mucho el mar. Pero ponerme aquí a listar todos los detalles que la conforman es una tontería carente de interés para ti, lector, que no eres vecino de este que suscribe. Pero sí te animo a que tú trates de pensar en los elementos que dan forma a la tuya. Intenta pensar en lo que había o en lo que ya no hay pero, sobre todo, en lo que sigue habiendo. Porque estos últimos son los más importantes, los que te permiten ver, levantando la vista hacia una torre, un bar o una persona desconocida pero perenne, que tu patria chica sigue intacta.
Y que nunca muere, sino que muta. Como tú mismo. Como la vida.
Me ha encantado y lo he comprendido perfectamente, soy mayor, lo he vivido y lo has explicado muy bien.
Me permito recomendarte una película que trata muy bien este tema: Cinema Paradiso.
Muy bueno, y triste a la vez. Yo tengo 60 y ni te cuento los cambios... En fin, señal de que hemos vivido. Un abrazo