El Gran Espectáculo Nocturno
Segundo relato de la serie Ficciones. Espero que lo disfruten al leerlo tanto como yo al escribirlo.
Me miro en el espejo y veo mi desproporcionada sonrisa. Qué poético final, pienso. De hecho, ahora que tengo unos minutos antes de que comience el show, voy a contar el episodio de mi vida que nunca comparto cuando me preguntan qué ha marcado más mi existencia. Empezaré por el principio.
Tardó mi madre cinco semanas en convencerse para llevarme al pequeño circo que un jueves de agosto apareció cerca de casa. Desde mi ventana, parecía como si a un gigante se le hubiera extraviado un enorme sombrero blanco al lado del bosque que delimitaba el pueblecito que yo, por entonces, entendía como único universo habitable. Era una carpa redonda, no demasiado alta, tensada por montones de cuerdas robustas que habían sido amarradas a estacas más grandes que yo que se hundían en el suelo. Fantaseé durante aquel verano, inventándome en mi cabeza de niño la épica estampa en la que el forzudo, un grupo de enanos montados en un elefante y la mujer barbuda, gorda como ella sola, habían martilleado con mazas rudas los maderos para erguir en pocas horas el gran telar que haría las veces de contenedor de sus habilidades y estridencias.
Mi madre, temerosa mujer de Dios, argumentaba ante mi insistencia por visitar aquel paraíso de lo desconocido que allí dentro solo había perversión. Que en los circos solo trabajaba mala gente y que todo, en definitiva, no pasaba de burda estafa. Y siempre colmaba sus regañinas con advenimientos de futuros peligros que arrasarían con todo el mundo, menos con nosotros porque éramos buenos y creíamos en las Santas Escrituras. Yo por entonces aceptaba resignado sus cautelas, pero no las entendía.
Los primeros días desde que apareció el circo fueron una tortura para mí. Solo había que cruzar el pequeño riachuelo por el puente o por mi lugar secreto, que acortaba bastante el camino, y andar unos minutos por la pradera que ya amarilleaba, hasta plantarse ante la caseta de venta de entradas. El resto de niños del pueblo pululaban por la zona, algo que yo tenía prohibido, y describían los colores brillantes de la carpa, el olor seco e intenso de los animales salvajes e incluso los rugidos del tigre, que imaginaban que coronaba el espectáculo en el tercio final. Algunos incluso, como el hijo del alcalde y sus primas, nos reunían a los demás en la plaza y nos contaban todo lo que dentro acontecía. Montones de ojos sin parpadear escuchábamos las historietas de los ricachones que, complacientes, reían y describían el tamaño de la elefanta Topsy y las enormes narices rojas del grupo de payasos, con el viejo Ulfy a la cabeza.
Ni siquiera replicando estas historias, Mamá daba su brazo a torcer. Estaba convencida de que los niños que habían visitado el circo eran una especie de víctimas de unos padres pecadores e irresponsables, y se despachaba a gusto con gestos displicentes que me desgarraban cuando le describía maravillado la altura de las jirafas o el peligrosísimo arte que practicaba el faquir.
El mal, lo impuro y los peligros seguían gobernando sus decisiones, de forma que el verano se sucedía para mí en un sopor caluroso, siempre con la cercana aunque a la vez lejana silueta del circo presente, que me observaba impasible desde los confines del pueblo. Con el pasar de los días, cada vez más niños convencían a sus padres para que los llevaran al Gran Espectáculo Nocturno, que se repetía tres veces en semana. Los más pudientes, incluso, referían que habían ido varias veces, y que algunos circenses ya eran prácticamente sus amigos. El hijo mayor del relojero prometía que la equilibrista, una joven de mirada fina y torsiones imposibles, le había acariciado la mejilla y susurrado unas palabras en ese idioma tan frío y tosco que para nosotros era el ruso.
No sé qué suerte de mal incierto me levantó de la cama el martes en que todo cambió. Sumido en una oscuridad angustiosa, salté del colchón y me descolgué por una celosía que hacía las veces de escalera para mi ligero cuerpo. Ni siquiera me puse los zapatos con las prisas, detalle del que me di cuenta cuando la hierba fría me caló las plantas de los pies. Decidí seguir adelante, porque la melodía lejana del circo, que ya me sabía de memoria, indicaba según mis cálculos que el espectáculo estaba a punto de empezar. Corrí por la pradera en dirección al riachuelo y decidí en el último momento, ese momento de desgracia, que ahorraría unos valiosos minutos si lo atravesaba por mi lugar secreto: un estrechamiento del cauce salpicado de rocas redondas que, con cuidado y técnica, me permitían cruzar en un santiamén con tres saltos. Sin pensar, y quizás confiando en mis capacidades en demasía, salté sobre el primer pedrusco. Se me cayó el alma al suelo al notar que no hubo tracción alguna porque estaba descalzo. Solo recuerdo un segundo: perdí el equilibrio, resbalé y mi nuca chocó con otra de las piedras.
Fundido a negro.
Desperté un día después en la enfermería. Mi madre me miraba con angustia, los ojos irritados de tanto llanto y los labios en una mueca desencajada al verme despertar. Recuerdo la boca seca, la cabeza punzándome y los pensamientos en blanco. Lo último que recordaba era la decisión de cruzar el riachuelo saltando y la melodía circense cada vez más cercana, como llamándome, pero pausándose abruptamente. Mi madre me acarició la cara, creo que sonreí y ella irrumpió en un sollozo que parecía llevar conteniendo décadas. Lo que se mostró ante mí cuando pude enfocar la visión me heló la sangre y me descolocó por completo.
En la habitación, detrás de mi madre, un montón de personajes de fantasía se arremolinaban en actitud preocupada. Vi dos payasos, uno con la peluca azul y el otro con una calva reluciente, ambos gordos, con zapatos desproporcionados y sendos ramos de flores mustias en sus manos con guantes blancos. Una señorita con el pelo rubio recogido en un moño se erguía tras ellos con una candidez y una finura excelsas, si bien en su rostro se adivinada una compunción extrema. En su pecho, en letras confeccionadas con lentejuelas, podía leerse un nombre que debía ser ruso: Irina. Concluí que era la contorsionista que el hijo del relojero describió semanas atrás. Un hombre de profuso bigote, más alto que los demás y con brazos monstruosos, ataviado con un ridículo maillot apretado, dejaba ver sus músculos portentosos mientras portaba una mueca triste al mirarme. Había también una mujer con barba, un señor pequeño con un látigo al cinto y olor a fauna exótica, un grupo de enanos y un viejo delgado en extremo con miles de pendientes y zarcillos por toda la cara. Personajes delgados, gordos, extraños y elegantes. Todos ellos me miraban con preocupación y sonrieron al unísono al notar que mi actitud al mirarlos cambiaba. Traté de incorporarme y miré a mi madre en busca de respuestas.
- ¿Son ellos, mamá?
Mi pregunta escondía miedo por dos motivos. El primero, porque cabía la remota posibilidad de que el golpe me hubiera vuelto loco, y que mis ensoñaciones circenses se hubieran materializado en visiones de un profuso grupo personajes de cuento que me miraban en silencio. El segundo motivo, más realista, porque mi madre al verlos explotaría y empezaría a maldecirlos con la Biblia y un rosario en la mano.
- Así es, cariño. Te salvaron ellos.
Uno de los payasos, el más alto, se separó del grupo y se acercó a mí. Me entregó el ramo mustio, de flores grises y alicaídas, y sacó de un bolsillo oculto dos entradas ilimitadas para el Gran Espectáculo Nocturno.
- En nombre del Circo Itinerante de Ulfy, esto es para ti. Por cierto, me llamo Ulfy.
Ese día cambió mi vida.
Acabo de mirar la hora, y tengo que cerrar el relato ya. Además, no quiero pecar de pesado, como si mi historia fuera importante.
Quizás en otra ocasión contaré que ni mi madre ni yo nos perdimos uno solo de los espectáculos que aquel pequeño circo de héroes dio en el pueblo desde entonces. A lo mejor hablaré otro día de cómo los revisité cada verano, como un ritual, desde que llegaban en sus carromatos hasta que guardaban las cosas y se marchaban en un suspiro. Contaré cómo continué conociéndolos incluso cuando Mamá murió y me quedé sin nadie en el pueblo. Cómo poco a poco se convirtieron en mi familia, cómo los animales me abrazaban a su manera, incluso el tigre, o cómo me enamoré de Irina y cómo conseguí que ella se enamorara de mí. Puede que también cuente cómo me hice amigo de los payasos, que me enseñaron a hacer trucos de magia, a contar chistes mudos, a hacer malabares y a sacar de mí una gracia que creía inexistente. Contaré incluso el año en que llegaron los carromatos pero Ulfy ya no estaba. Ese año en que Irina me dio un beso y una carta firmada por el viejo payaso. En ella, me legaba su nombre, sus ropajes y su puesto en el Gran Espectáculo Nocturno.
Pero eso, si procede, lo contaré otro día, porque ya están entrando los primeros niños en la carpa. Puedo oírlos. Y como buen payaso, yo soy el que debe darles la bienvenida. Va por ti, Ulfy.
Redactado el viernes 8 de noviembre de 2.024 en un rato tonto.
*Me encantan esos circos itinerantes tan literarios, ya casi extintos. Inspiradores para mí. Quizás ese gusto, mezclado con una reciente visita al Circo del Sol, han alumbrado esta historia.
Pues vaya rato tonto más entretenido me has dado!!! Jajajaja a ver cuando te da otro y nos cuentas 😉
A Tim Burton le gusta esta historia, y a mí también. Mi padre me contaba que era un payaso y yo lo creí hasta que dejé de ser una cría.