Admito que estoy obsesionado con lo mediterráneo
Déjame que te hable del Grand Tour, del Mediterráneo como tratamiento médico, de lo mediterráneo como concepto y de un libro que me trae de cabeza porque no soy capaz de encontrarlo.
Quiero que este post huela a sal, que queme en la piel y que durante la lectura del mismo se oiga el griterío de un mercado de pueblo pesquero de esos que nos creemos que ya no existen. Es una carta sin más pretensión que la de sacarme de dentro cómo me marcó el año pasado, hasta el punto de la sana obsesión, todo lo que tuviera que ver con el Mediterráneo, con su cultura, su idiosincrasia y su historia, que es la de todos. Obsesión que se mantiene aún.
No sé cómo quedará, pero si lo estás leyendo hoy miércoles, eso significa que el Edu que le puso punto y final ayer se quedó satisfecho, y con eso me basta. Déjame que te hable del Grand Tour, del Mediterráneo como tratamiento médico, de lo mediterráneo como concepto y de un libro que me trae de cabeza porque no soy capaz de encontrarlo.
El Grand Tour, o cómo los extranjeros añoraban el Mediterráneo
El año pasado me compré el libro Peregrinos de la Belleza, de María Belmonte. Una suerte de diario de viaje que explica la vida de varias personalidades influyentes, desde escritores a médicos, pasando por todo tipo de artistas que a partir del siglo XVIII sintieron la llamada del Mediterráneo. Los capítulos narran con maestría cómo esta zona les marcó la vida, cómo los atrapó con sus efluvios y cómo sus obras y profesiones se vieron influidas por diversas zonas de Grecia e Italia.
Sin entrar a valorarlo como obra (que me parece espectacular, pero me quedan algunos capítulos y no quiero hacer una reseña de algo que no he terminado), contiene un concepto que desconocía y que me explotó en la cara al aprenderlo. El Grand Tour.
No sé si tú, querido lector, eres consciente de la riqueza cultural, estética, climática, histórica y gastronómica que vivir en el Mediterráneo o en zonas influidas por el mismo implica. De hecho, los humanos tendemos a no valorar lo que damos por sentado, por muy lujoso que sea. No damos las gracias por un techo, ni por comer tres veces al día, ni siquiera por abrir el grifo y que salga agua limpia. Tanto menos íbamos a ser agradecidos porque nuestras raíces se abracen a un suelo tan bien abonado como es el suelo mediterráneo.
Ahora bien, volviendo al Grand Tour, muchos ciudadanos pudientes del siglo XVIII (ingleses aristócratas y europeos del norte), determinaron a Grecia e Italia como el culmen de su formación cultural, creando una suerte de peregrinación hacia estas zonas, donde los climas templados, las personas agradables y las ciudades llenas de una energía chispeante les hacían entrar a conocer un nuevo mundo. Imagínate el shock para un joven rico inglés, acostumbrado al frío clima de su isla, aderezado además por los rigores de la cultura inglesa, harto recta por entonces (y también por ahora, corrijo), que pusiera un pie en Capri, en Venecia o en un mercado de pescado del sur italiano, tan amarillo y templado como en las postales.
Este viaje se convirtió, por explicarlo de forma actual, en la típica Erasmus de hoy, pero para ricos. Chicos y chicas, auspiciados por las boyantes fortunas de sus familias, puliendo y culminando su formación vital en el Mediterráneo.
También me recuerda a cómo hoy se percibe el Camino de Santiago, mi viaje fetiche. Una peregrinación cultural, religiosa y en comunión con la naturaleza.
Visitando sus ciudades, conociendo a sus gentes, disfrutando de los placeres templados de esta zona del mundo, se convirtió el Grand Tour en una especie de rito de paso del que muchos no volvían jamás. En aquella época tan inicial, tan ausente de regulaciones y tan libre para los pudientes, los ricachones que se lo podían permitir acababan por afincarse en tremendas mansiones griegas en islas perdidas, rodeados de estatuas antiquísimas y de viejos ídolos sin nombre. Se despertaban con los pájaros y aprendían a cantar y a bailar. Descubrían que la aristocracia norteña era un mundo grisáceo, sin alma. Una suerte de ambiente endogámico solo libre en apariencia, y terminaban enamorados de lo mediterráneo.
El Grand Tour, esa deliciosa enfermedad a la que sucumbían los norteños, que terminaban por elegir ser mediterráneos (referencia que entenderás si terminas de leer este post), me hizo click en la cabeza.
El Mediterráneo como tratamiento médico
También este libro me ha enseñado otra cosa que desconocía. Durante aquella época mucha gente sufría problemas de pulmón. Respiraciones alteradas, ya fuera por los climas congelados o por la polución de las ciudades, que comenzaba a aflorar, y todo tipo de insuficiencias. El caso es que los médicos comenzaron a recetar el Mediterráneo. Literalmente.
Convencidos de que sus efluvios eran curativos, multitud de sanitarios del norte de Europa recomendaban a sus clientes, particularmente ricos, afincarse durante largas épocas a las orillas del Mare Nostrum, creándose a tal efecto preciosas clínicas de tratamiento en zonas idílicas, donde los adinerados veían mejorar sus dolencias gracias a la magia mediterránea.
Lo cierto es que el clima marítimo, el aire manchado de sal y las temperaturas agradables hacen bien al sistema respiratorio, eso no es un misterio, pero estas recetas mediterráneas tenían un halo mágico. Una especie de fe ciega en aquellas tierras del sur míticas donde nació la cultura y donde aún habitaban dioses antiguos a medio desenterrar. Tierras donde los problemas respiratorios, rodeados de limoneros, gente abierta que hablaba un idioma extraño y recetas deliciosas, se esfumaban sin más.
Lo mediterráneo como concepto
En mi primer artículo sobre el Mediterráneo hablé de detalles concretos de la vida mediterránea. Pequeñas nimiedades que en conjunto constituyen una vida lenta, de tonos pastel y sabores cítricos, con ritmos propios y un idioma concreto. Personalmente, de aquel post me gusta mucho este pequeño párrafo:
El mármol, lo gratuitamente bello y la simpleza. Dar las gracias mirando a los ojos y dejar pasar a una señora mayor antes de que ella se dé cuenta de que estabas ahí. Salir a las siete y que haya luz, y llegar a las siete y que siga habiéndola. Que los atardeceres se contemplen como una obra de arte y no como un momento del día, y que haya chiringuitos que te pongan a Rocío Jurado cuando caen los últimos rayos. La tradición sin plantearse tanto lo ético, las raíces en la más profunda filosofía y la ideología de lo tranquilo.
Lo gratuitamente bello, dije por entonces, y lo reafirmo. Me gusta esa forma de la vida mediterránea de saberse bonita e ignorarlo. La simpleza de una sobremesa y la pérdida de tiempo como forma de aprovecharlo. Cuanto más al norte, más se ríe la gente de la siesta, de sentarse a comer en familia y de no hacer nada durante un rato, y no se me antoja nada más mediterráneo que ignorar esas críticas.
Familia, lentitud, comida y felicidad. Quizás, como los pilares mediterráneos no tienen la productividad o la riqueza entre sus filas, es por eso que nos imaginamos a un ligón italiano, a un sinvergüenza griego o a un español desdentado mirando al mar cuando se habla de lo mediterráneo. Sea como sea, la imagen del habitante mediterráneo es de tez morena, mujeres preciosas y azarosas, gente rodeando la mesa, tiempo que se cae por la ventana y mucho celeste, blanco y color arena. A nadie le viene a la mente una oficina, una noche cerrada o una señora almorzando un sándwich de pie.
A lo mejor por eso no somos ricos en lo puramente económico. Es por eso que no podemos competir con los magnates, internacionalmente hablando, pero también eso puede explicar que nuestras ciudades estén atestadas de turistas, en una suerte de Grand Tour aprisa por ver un mundo antiguo al que no pueden aspirar porque no les da tiempo.
Pero la influencia mediterránea tiene, como todo, una cara B. Si eres consciente de lo que tienes con ella, de lo que atesoras por suerte, puedes embriagarte de una suficiencia insana. Ves una mesa con cervezas a dos euros y luz hasta las nueve de la noche y te apenas por los orientales que, cámara en mano, observan todo esto con pasmo. Luego echas un ojo al alemán común, esa especie de persona-robot que de tanta productividad podría enterrarte en dinero, pero no lo envidias. Pasa lo mismo con los daneses, educados y ricos por excelencia, pero cuyos días tienen cinco horas de luz. O con los rusos, bañados de petróleo pero con playas congeladas. No es orgullo, porque no me he ganado la cultura mediterránea, sino una respuesta silenciosa, interna, que se da cuando ves que los que nos denostan por ser solo ricos en lo cultural, tienen en realidad carencias más importantes que nosotros.
Esta última reflexión creo que responde al hecho de ser andaluz. Si también lo eres, puede que me comprendas, picha.
Breviario mediterráneo, el libro imposible de encontrar
Por último, quería hablar del libro perdido que tanto me trajo de cabeza durante el final de dos mil veinticuatro. La preciosa joya de María Belmonte hace referencia en varias ocasiones a un libro más antiguo, de un tal Pedrag Matvejevic, un Bosnio que publicó en 1987 en Italia la obra culmen de lo mediterráneo. Breviario mediterráneo, se llama.
En el prólogo de su libro, Belmonte parafrasea el siguiente párrafo del Matvejevic, que me embriagó:
“Las gentes del Norte identifican a veces nuestro mar con el Sur: hay algo que los atrae hacia él aun cuando aman su tierra natal. No es tan sólo que anhelan un sol más ardiente y una luz más fuerte. Este fenómeno tal vez podría llamarse “fe en el Sur”. Es posible - cualquiera que sea nuestro lugar de nacimiento o residencia - llegar a ser mediterráneo. La mediterraneidad no se hereda, sino que se consigue. Es una decisión. Y no un don. Dicen que en el Mediterráneo cada vez hay menos mediterráneos auténticos. No se trata tan sólo de la historia o de la tradición, de la memoria o de la fe: el Mediterráneo quizá sea también nuestro destino.
Esa esperanza que lanza al mundo, esa posibilidad de elegir ser mediterráneo (como aquellos jóvenes ricos del norte) me encantó. La crítica dijo de esta obra que es una crónica del Mediterráneo, un atlas, una novela de viajes y un libro de oraciones. Todo ello, relacionado con el tema del que hoy hablo. Me llamó muchísimo la atención y traté de comprarlo, pero es imposible. La edición española no aparece por ningún lado y las pocas que se venden de segunda mano están a precios imposibles. Ni siquiera pude descargarlo (sí, admito que busqué esa opción, cegado por la necesidad de conocer su contenido).
No sé si algún día podré conseguirlo, pero esa Biblia mediterránea tengo que leerla como sea. Y estoy seguro de que, cuando lo haga, traeré mis conclusiones por estos lares.
Un abrazo mediterráneo.
Se nota el Mediterráneo, sí, especialmente al sur. Como malagueña lo confirmo, tiene algo diferente que también se lleva dentro
Un abrazo
Pues yo sólo he «visitado» el Mediterráneo pero dio la casualidad de que esa visita llegó en un momento en el que vivía en Inglaterra… y necesitaba sol, buena comida y familia.
Le he dedicado algunos escritos, también. Así que aunque no nací ahí, sí que creo en sus poderes mágicos.
No hace mucho fui a Italia y llego a la conclusión de que, de mudarme al Viejo Continente, solo lo podría hacer con ese Mar al lado. Porque da la casualidad de que la gente, cuando le da el sol y tiene recursos, es encantadora.
Claro… quizá tengamos tendencias a los negocios turbios, pero ese es otro cantar 🤭